Política
Una Constituyente para el siglo XXI: ¿necesidad o riesgo?

RESUMEN
El debate sobre una Asamblea Constituyente en Costa Rica se ha intensificado con el tiempo, ya que algunos sectores consideran que el sistema actual no puede responder a los desafíos de una sociedad moderna. Este análisis profundiza en las consecuencias de reformar la Constitución: desde la posibilidad de una mayor representatividad y un sistema educativo que fomente el pensamiento crítico, hasta los riesgos de polarización y la manipulación de la historia para justificar intereses políticos. ¿Realmente una nueva Constitución puede resolver los problemas del país o es un camino lleno de incertidumbre?
Una Asamblea Constituyente implica reflexionar sobre el momento histórico que atraviesa el país.
Este es un tema complejo y sensible, a menudo abordado desde una perspectiva emocional y visceral en lugar de académica o reflexiva. ALA LIBERAL busca ser un espacio de análisis y propuesta alejado de las discusiones impulsivas que dominan la política tradicional, donde la madurez para debatir se sustituye con frecuencia por epítetos y descalificaciones. El debate sobre una Asamblea Constituyente no tiene una respuesta absoluta; no es blanco o negro, sino una cuestión con múltiples matices de gris.
Sin embargo, es indudable que en los últimos años esta idea ha ganado terreno, promovida por sectores que consideran que el pacto político, económico y social del país ha quedado rezagado y es incapaz de responder a las nuevas realidades de una sociedad dinámica, moderna y cambiante.
La mera convocatoria de una Asamblea Constituyente implica reflexionar sobre el momento histórico que atraviesa el país y sobre los objetivos que se buscan alcanzar con un cambio profundo en la Carta Magna.
A raíz de una presentación reciente organizada por Primera Línea del historiador Andrés Fernández, y los argumentos que expone sobre la manipulación de la historia y los mitos políticos en Costa Rica, me surgió la pregunta de si una Constituyente es realmente la solución que el país necesita o si, por el contrario, podría profundizar sus problemas.
Esta charla es sumamente interesante, y para quienes no la vieron en vivo, aquí incluyo el enlace. Andrés es un historiador riguroso y sin rodeos, lo cual se evidencia en esta sesión. De lo que se comenta ahí, hay cinco puntos con los que se argumenta la necesidad de una Asamblea Constituyente. Profundizo a continuación en cada uno de ellos.
1. Superación de un marco constitucional obsoleto
Uno de los argumentos más sólidos a favor de una Asamblea Constituyente es la necesidad de actualizar una Constitución que data de 1949. En ese entonces, Costa Rica emergía de una guerra civil y la prioridad era consolidar un nuevo orden institucional que garantizara la paz. Este marco sirvió bien a su propósito en un contexto de posguerra, pero las condiciones actuales del país son radicalmente distintas.
La Constitución de 1949 buscaba consolidar un nuevo pacto social, pero hoy los desafíos trascienden lo político: la creciente desigualdad, la erosión del sistema educativo y de salud, y la falta de una estrategia económica que promueva el desarrollo sostenible, son problemas que exigen respuestas más allá de las que el texto actual puede proporcionar.
Andrés Fernández
Una Asamblea Constituyente podría ofrecer la oportunidad de diseñar un marco fundamental que incorpore estos desafíos y redefina las competencias del Estado para responder mejor a las necesidades contemporáneas.
2. Revisión de las autonomías constitucionales y la centralización estatal
Otro argumento relevante es la necesidad de descentralizar el poder político y económico. Desde la creación de la Segunda República, instituciones como la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), las universidades públicas y el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) han concentrado un poder desmesurado. Aunque han sido fundamentales en la historia del país, hoy operan de manera autónoma y sin coordinación con otras políticas públicas.
Reformar estas instituciones dentro de un marco coherente podría hacer que el Estado funcione como un aparato bien engranado y alineado hacia un fin común.
No obstante, se debe evaluar si el país está preparado para un proceso de este tipo sin caer en la polarización extrema. La intervención de estas instituciones no debe interpretarse como un debilitamiento del Estado, sino como una reestructuración que permita una mayor coherencia en las políticas de desarrollo.
3. Desmantelamiento de mitos históricos
Uno de los puntos más interesantes que plantea Fernández es la forma en que los partidos políticos tradicionales han utilizado mitos históricos para justificar su permanencia en el poder y sus decisiones políticas.
La abolición del ejército en 1948, por ejemplo, se ha presentado como una especie de acto heroico que convirtió a Costa Rica en un “ejemplo de paz” en América Latina. Sin embargo, Fernández argumenta que esta medida también se implementó para consolidar el poder de José Figueres y evitar la amenaza de futuros golpes de Estado. Así, la abolición del ejército fue un acto que, aunque promovido bajo el discurso de la paz, también respondió a intereses políticos de mantener el control del país.
Del mismo modo, el concepto de la “Segunda República” ha sido empleado por el Partido Liberación Nacional (PLN) y otras fuerzas políticas para justificar la supremacía de su visión y excluir del debate a otras voces. Fernández critica este uso de la historia, la cual se convierte en una herramienta de legitimación que ha impedido que se debatan abiertamente otros modelos de desarrollo y gobernanza.
Una Asamblea Constituyente podría ser el espacio ideal para confrontar estos mitos y para desmantelar la narrativa oficial que ha dominado el imaginario político costarricense. Sin embargo, esto conlleva el riesgo de que el proceso se convierta en un campo de batalla ideológico, donde cada grupo intente imponer su propia versión de la historia en la nueva Constitución.
El peligro radica en que el debate histórico se utilice como un instrumento de poder, en lugar de servir para construir un proyecto de país inclusivo y representativo.
4. Reformar el sistema educativo para promover una ciudadanía crítica
Fernández menciona con preocupación la manera en que el sistema educativo y las instituciones culturales del país han sido cooptados por ciertas ideologías que distorsionan la historia y promueven una visión simplista de los problemas del país. En este sentido, una Asamblea Constituyente podría ser la oportunidad para reformar profundamente el sistema educativo, no solo en cuanto a la estructura y el contenido, sino también para garantizar que se convierta en un verdadero motor de pensamiento crítico e independiente.
No obstante, es ingenuo pensar que una nueva Constitución, por sí sola, podrá reformar un sistema educativo que ha sido moldeado durante décadas. Los cambios requerirían más que un nuevo marco legal; se necesitaría una transformación cultural y una reestructuración institucional que no necesariamente pueden lograrse a través de una Asamblea Constituyente.
Si no se aborda con la seriedad que requiere, la Asamblea podría convertirse en una plataforma para imponer ideologías aún más polarizadoras, en lugar de abrir un espacio para la diversidad de pensamiento.
5. Promover una mayor representatividad y participación ciudadana
Finalmente, una Asamblea Constituyente podría ayudar a reformar el sistema político para garantizar una mayor representatividad. El sistema electoral actual ha sido diseñado de manera que favorece a los partidos tradicionales, dificultando la entrada de nuevas fuerzas políticas y manteniendo a la clase política en una suerte de monopolio de poder.
La creación de nuevos mecanismos de participación ciudadana podría revitalizar la democracia costarricense y darle voz a sectores históricamente excluidos. Sin embargo, este es un proceso delicado que requiere un equilibrio entre la representación y la gobernabilidad.
La proliferación de partidos y movimientos podría llevar a una fragmentación extrema del poder, haciendo aún más difícil alcanzar consensos y mantener la estabilidad política del país. Además, es importante recordar que una Constituyente no es una panacea que resolverá automáticamente los problemas de representatividad y participación. Si no se manejan adecuadamente, las reformas electorales podrían llevar a un sistema más disfuncional y menos capaz de generar soluciones a los problemas reales del país.
Conclusión
La idea de una Asamblea Nacional Constituyente para Costa Rica es, sin duda, atractiva. Una idea con la cual comulgo y que considero necesaria ante realidades innegables como la inminente extinción del sistema de seguridad social. No por estar tomado por mandos medios o sindicales, no por tener una estructura amorfa sin una debida gobernanza, sino por una realidad sociodemográfica:
Costa Rica está envejeciendo y nuestro sistema de Seguridad Social supone una sociedad joven. Esta no es la realidad de nuestro país. El otro día participé de una charla donde se compartió que dadas las proyecciones de natalidad en nuestro país, Costa Rica no va a alcanzar los seis millones de habitantes. Eso anticipa una sociedad envejecida donde el sistema de seguridad social debe cambiar.
La idea de una Asamblea Constituyente, ofrece la posibilidad de reformar profundamente el Estado y su funcionamiento, de revisar la historia y de actualizar las instituciones a las realidades contemporáneas. Sin embargo, el camino hacia una Constituyente no está exento de peligros.
La convocatoria de una Asamblea debe hacerse con una visión clara de los objetivos a alcanzar y con la certeza de que no se convertirá en un espacio de imposición ideológica o en un campo de batalla entre grupos de poder.
Costa Rica debe reflexionar detenidamente sobre si está preparada para enfrentar el reto de una Asamblea Constituyente y sobre si existen otras vías, quizás menos disruptivas, para lograr las reformas que el país necesita. Pero para eso se requiere madurez. No solo emocional, sino profesional.
Una Constitución no es solo un documento legal; es la expresión de un consenso social.
Antes de cambiarla, es necesario preguntarse si realmente se cuenta con el consenso necesario, y las ideas correctas, para construir una nueva y mejor visión de país.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Economía colaborativa: romper cadenas o quedar atrás

RESUMEN
La economía colaborativa no es una moda, es un cambio de era. Resistirse a ella por proteger modelos obsoletos solo posterga lo inevitable: la necesidad de adaptar nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras mentalidades a una realidad donde la tecnología y la voluntad ciudadana ya tomaron la delantera.
El día de ayer escribí en mis redes sociales la siguiente reflexión:
“Algunos empresarios y sectores siguen anclados en una visión del país que ya no existe, ignorando que hoy la gente exige algo distinto. Y si un negocio necesita un gobierno ‘amigo’ para ser rentable, tal vez nunca fue un buen negocio desde el principio.”
Esa reflexión la escribí a propósito, pensando en cómo el sector de transportes —principalmente los taxistas— ha rechazado los proyectos de ley que pretenden regularizar las plataformas de transporte colaborativo, y cómo el sector político tradicional, principalmente el Partido Liberación Nacional, se ha enfocado en proteger intereses sectoriales en lugar de pensar en la gente.
Esta resistencia no es casual ni menor; responde a un modelo económico arraigado en la protección estatal, en monopolios naturales o concesiones cerradas. Precisamente, esta visión limitada ha sido puesta en entredicho por la irrupción de plataformas tecnológicas como Uber, que representan una economía colaborativa más ágil, eficiente y alineada con las demandas reales de los usuarios actuales.
Un intento por equilibrar el terreno
El proyecto de ley “Transporte Remunerado No Colectivo de Personas y Plataformas Digitales” (expediente Nº 23.736), actualmente en discusión en la Asamblea Legislativa, no es perfecto, pero busca reconocer esta nueva realidad. La ley pretende ofrecer un marco regulatorio más equilibrado, reconociendo al transporte por plataformas como un servicio económico de interés general, sujeto a regulaciones mínimas, pero necesarias, para garantizar seguridad vial, protección de datos personales y competencia efectiva, libre y justa.
La resistencia que enfrentan estas plataformas por parte del sector tradicional de transporte quedó claramente expuesta durante una sesión reciente ante la Comisión de Gobierno y Administración. Allí, Representantes de Canatrans manifestaron preocupaciones válidas, como la necesidad de un régimen sancionatorio robusto y la protección del transporte público colectivo. Sin embargo, también expresaron temores que reflejan más una defensa de un modelo basado en la exclusividad y el amparo estatal, que una genuina preocupación por la competencia leal o el bienestar del usuario.
Este temor se evidencia cuando representantes del sector tradicional expresan que cualquier modificación legislativa podría afectar gravemente la “integralidad” del sistema de transporte público, sugiriendo que la competencia sería perjudicial. Pero, ¿es realmente así? Según un estudio de la Cámara de Comercio de Costa Rica, más del 75% de la población considera necesaria una regulación para estas plataformas, precisamente para superar la inseguridad jurídica que afecta tanto a usuarios como a conductores.
No se trata de proteger negocios, sino de responder a la realidad
Este proyecto de ley busca no solo legalizar una actividad que ya existe y cuenta con amplio respaldo, sino también asegurar igualdad de condiciones competitivas. La regulación propuesta es proporcional y razonable: busca garantizar seguridad, proteger derechos y fomentar un mercado más dinámico.
La resistencia política y sectorial a este cambio refleja una incapacidad para reconocer y adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos y económicos. Plataformas como Uber ya forman parte del ecosistema económico y social del país. Pretender ignorarlo o enfrentarlo con herramientas restrictivas no solo es inútil, sino contraproducente.
La regulación estatal debe reflejar la voluntad popular, expresada en el uso masivo de estas plataformas, garantizando seguridad jurídica y social, sin caer en la sobre regulación ni en la protección de sectores que resisten el cambio por interés propio.
Finalmente, la tarea del Estado es clara: ofrecer una regulación ágil, transparente y efectiva que permita la convivencia entre plataformas digitales y servicios tradicionales.
La verdadera función de la política pública no debe ser proteger negocios específicos, sino fomentar un entorno competitivo que beneficie a los consumidores y estimule la innovación. En este contexto, las plataformas digitales no son el problema; sino parte de la solución.
Es hora de avanzar hacia un modelo económico más dinámico y abierto, reconociendo y regulando adecuadamente las plataformas colaborativas como Uber, y dejando atrás prácticas que solo benefician a unos pocos en detrimento del interés general.
La innovación no espera, y los ciudadanos tampoco.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

RESUMEN
Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.
En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).
Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto.
En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?
Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.
Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.
Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.
Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo.
Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.
Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.
¿Cómo resolver este impasse de forma responsable?
Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.
La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:
“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.
Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:
“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.
Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia.
En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia.
La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.
Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.
Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.
Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.
Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.
Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.
Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.
Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro
Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.
Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.
En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción.
Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.
Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.
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Política
Cómo salir del ciclo empobrecedor

RESUMEN
Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.
El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.
Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos.
Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.
Un modelo insostenible
El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.
En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.
A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.
El costo de no reformar
La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público.
El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.
Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.
Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye.
Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.
Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa.
Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.
La reforma del Estado
La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.
Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales.
Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.
En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:
- Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
- Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
- Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
- Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.
Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.
La pregunta entonces es:
¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?
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