Política
FEES y las Autonomías: ¿Reformar o Perecer?

RESUMEN
La reflexión sobre la defensa del FEES debe llevar a un cuestionamiento profundo de la autonomía universitaria y del apego irracional a las instituciones. Mientras el pasado resuena en las marchas actuales, es necesario plantear la reforma de un modelo socialdemócrata agotado e invitar a un debate que permita a Costa Rica avanzar sin aferrarse a un pasado que obstaculiza el progreso.La reciente marcha en defensa del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) me llevó a rememorar una época pasada, específicamente el año 1991, cuando en la Universidad de Costa Rica (UCR) se incitaba a los estudiantes a protestar contra el programa de ajuste estructural promovido por Thelmo Vargas. En aquel entonces, mientras los estudiantes se movilizaban enérgicamente, yo me encontraba en una encrucijada: participar o no participar. Confieso que, incluso desde esa época, la defensa irracional de las instituciones no me motivaba.
Con cierto orgullo, puedo decir que la lógica y el sentido común me hicieron quedarme donde debía: en mi casa.
Al reflexionar sobre esos eventos y las marchas actuales, es crucial poner en perspectiva los programas de ajuste estructural implementados bajo el liderazgo de Vargas entre 1985 y 2005. Esas reformas, que en su momento fueron vistas con desconfianza y rechazo, jugaron un papel fundamental para estabilizar la economía costarricense y mejorar su desempeño a largo plazo. Si bien muchos criticaron las medidas, la realidad es que dichas reformas evitaron crisis económicas más profundas y posicionaron a Costa Rica como un competidor más fuerte en el ámbito internacional.
Los ajustes estructurales promovieron la apertura comercial, la liberalización financiera y la estabilidad macroeconómica, políticas que permitieron al país experimentar un crecimiento económico sostenido y una mayor atracción de inversión extranjera directa. En los años posteriores a la implementación de esas políticas, Costa Rica vio un incremento en la inversión extranjera directa, alcanzando un promedio de más del 5 % del PIB en la década de 1990, un crecimiento en las exportaciones de productos de alta tecnología y una reducción significativa de la inflación, que pasó del 22 % en 1991 a un promedio del 11 % en la década siguiente. Estos son solo algunos ejemplos de cómo las decisiones impopulares en su momento demostraron ser efectivas para mantener un equilibrio macroeconómico que facilitó un entorno propicio para el crecimiento económico sostenible.
Sin embargo, en esa época, muchos estudiantes universitarios marchaban con escaso conocimiento, movidos más por el “consejo” o impulso de sus profesores, organizaciones políticas estudiantiles (la mayoría de izquierda) o líderes sindicales, que por un entendimiento profundo de la situación.
Esta conducta refleja un rasgo muy particular de la cultura costarricense: un enamoramiento irracional por sus instituciones.
Este apego incondicional a las instituciones es, en muchos casos, contraproducente. Ni la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) es sinónimo de salud en su totalidad, ni el Banco de Costa Rica es todo el sistema financiero nacional, ni la Universidad de Costa Rica es la educación en sí misma. Estas organizaciones, aunque valiosas, no son más que instituciones, entidades que, en el mejor de los casos, deben servir a la sociedad y no convertirse en tótems intocables. Sin embargo, se les han atribuido valores superiores que crean narrativas que, en definitiva, lo que fomentan es un apego irracional, impidiendo una evaluación objetiva y crítica de su funcionamiento.
En un momento en que la gran mayoría de los costarricenses clama por cambios profundos, es paradójico este apego casi religioso a las instituciones. ¿Cómo podemos implementar las transformaciones necesarias si estas “vacas sagradas” no pueden ser cuestionadas ni reformadas? Tomemos como ejemplo el tema de las autonomías. En el caso de la educación universitaria, la autonomía se ha malinterpretado y se ha usado para convertir a corporaciones públicas como la UCR en torres de marfil, aisladas del resto del Estado, pero, irónicamente, dependientes del financiamiento que todos pagamos.
El debate sobre la autonomía institucional en la educación superior se ha intensificado, especialmente en lo que respecta al manejo de recursos públicos. Sin entrar en discusiones sobre los salarios de los docentes, que es lo menos significativo de esta discusión nacional, es evidente que la autonomía institucional, tal como se ha practicado, ha contribuido a la fragmentación del Estado. En lugar de funcionar como una máquina bien aceitada, donde todos los engranajes cumplen una función para producir bienes y servicios en beneficio de todos, tenemos una fábrica disfuncional, con líneas de producción aisladas que encarecen la operación y generan pérdidas.
Es hora de cuestionar el porcentaje arbitrario que se fijó en la Constitución para el financiamiento de la educación. El 8 % del PIB, que anteriormente era el 6 %, podría haber sido 10 % o 15 %, pero la pregunta que surge es: ¿de dónde salió este número? A pesar de investigar y consultar con expertos en políticas públicas, la respuesta sigue siendo esquiva. Y, queridos lectores, así no se construye una política pública eficiente. Así no se gestiona un Estado que funcione como un todo coherente y que, reitero una y otra vez, es financiado por todos nosotros.
¿Por qué razón los centros de investigación universitarios, que tienen el potencial de generar patentes y otros productos valiosos, no generan sus propios recursos, como sucede en muchas universidades de renombre mundial? Instituciones como el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y la Universidad de Stanford, en los Estados Unidos, generan ingresos significativos a través de la comercialización de sus investigaciones. En 2021, por ejemplo, MIT reportó ingresos de más de $450 millones en concepto de licencias y regalías. ¿Por qué la rendición de cuentas y el impulso de carreras que realmente tengan demanda en el país no son el objetivo primario de nuestras universidades públicas? Además, ¿por qué, dentro del FEES, una sola institución se lleva la mitad del fondo?
Como costarricense, creo que estas preguntas son válidas y deben ser planteadas en el debate público. El modelo socialdemócrata que hemos heredado, basado en instituciones, plazas en propiedad para empleados públicos y un Estado protector, está agotado. Ese modelo ha creado una cultura de amiguismo, donde las instituciones se protegen entre sí y resisten cualquier intento de reforma. Es un modelo que, aunque ha sido vendido como sinónimo de desarrollo social, necesita ser superado si queremos avanzar como país.
No podemos seguir avanzando si continuamos aferrados al pasado. Mirar constantemente hacia atrás no solo nos hace tropezar, sino que nos impide ver las oportunidades y desafíos que tenemos frente a nosotros.
Costa Rica tiene una rica historia de instituciones que han jugado roles cruciales en nuestra sociedad, pero también es necesario reconocer que los tiempos cambian y que nuestras instituciones deben cambiar con ellos. Cambiar o morir, sin apegos. Esa debería ser la consigna.
En conclusión, el debate sobre el FEES y la autonomía universitaria debe ir más allá de la simple defensa de lo que siempre ha sido. Debemos cuestionar, proponer y, sobre todo, actuar en función de un Estado que funcione como un organismo coherente, donde todas sus partes trabajen en armonía para el bien común. Solo así podremos construir un futuro donde las instituciones, en lugar de ser obstáculos al progreso, se conviertan en catalizadores del desarrollo y el bienestar para todos los costarricenses.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

RESUMEN
Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.
En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).
Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto.
En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?
Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.
Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.
Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.
Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo.
Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.
Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.
¿Cómo resolver este impasse de forma responsable?
Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.
La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:
“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.
Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:
“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.
Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia.
En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia.
La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.
Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.
Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.
Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.
Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.
Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.
Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.
Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro
Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.
Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.
En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción.
Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.
Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Cómo salir del ciclo empobrecedor

RESUMEN
Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.
El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.
Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos.
Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.
Un modelo insostenible
El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.
En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.
A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.
El costo de no reformar
La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público.
El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.
Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.
Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye.
Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.
Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa.
Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.
La reforma del Estado
La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.
Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales.
Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.
En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:
- Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
- Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
- Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
- Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.
Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.
La pregunta entonces es:
¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Costa Rica: ¿supervisión financiera?

RESUMEN
Como reacción a los casos de intervenciones en varias instituciones financieras costarricenses, generadas desde los organismos de supervisión, en el Congreso se proponen nuevas iniciativas de ley que, como solución, recurren al adverbio “más”. Estos proyectos reproducen un lugar común en la administración pública: ante la sensación de que algo falla, lo que se necesita son más regulaciones y más instituciones que se involucren en el asunto. En resumen, los estatistas se invocan a sí mismos como solución, dando continuidad a esa casi letanía: “más de nosotros será mejor… más de nosotros será mejor…”. Hay opciones mejores.
Costa Rica cuenta con un sistema de supervisión financiera diseñado para garantizar la estabilidad del sector y proteger a los consumidores, el cual incluye cuatro superintendencias especializadas: SUGEF, SUGEVAL, SUPEN y SUGESE; todas coordinadas por el Consejo Nacional de Supervisión del Sistema Financiero (CONASSIF).
Este modelo enfrenta críticas por su complejidad, altos costos operativos y fallos en la prevención de escándalos financieros. A pesar de ello, en la actualidad, se debate en la Asamblea Legislativa la posibilidad de otorgar nuevas facultades al Ministerio de Economía, Industria y Comercio (MEIC), para la protección del consumidor financiero, como complemento al sistema descrito.
Ante esta realidad surge la pregunta: ¿necesitamos más regulaciones, o es momento de reformar un sistema que ya es excesivamente burocrático?
Esquema sobredimensionado
Con poco más de cinco millones de habitantes, mantenemos una estructura regulatoria que es desproporcionada para el tamaño de nuestro mercado financiero. Por esa razón, en lugar de seguir expandiendo la regulación, deberíamos consolidar funciones y optimizar procesos, adaptando elementos de modelos internacionales.
En otros países con mercados financieros más grandes y desarrollados, los sistemas de supervisión son más simples y eficientes:
- Reino Unido (69 millones de habitantes): Utiliza el modelo twin peaks, con dos organismos principales: la Financial Conduct Authority (FCA), para la protección del consumidor, y la Prudential Regulation Authority (PRA) para la estabilidad financiera.
- Alemania (84 millones de habitantes): La BaFin es la entidad principal de supervisión, con apoyo del Deutsche Bundesbank, y el Banco Central Europeo, en el caso de los bancos más grandes.
- Japón (124 millones de habitantes): La Agencia de Servicios Financieros (FSA) supervisa todo el sistema financiero.
- Suiza (9 millones de habitantes): Cuenta con un regulador único, la FINMA, que supervisa todos los aspectos del sector financiero.
La multiplicidad de organismos no garantiza una mejor supervisión. Por el contrario, la falta de coordinación y la duplicidad de funciones, incrementan la carga administrativa y generan confusión entre las entidades reguladas.
Además, cuando ocurren fallos, como en los casos de ALDESA o COOPEMEX, no queda claro quién es responsable, debilitando la confianza en el sistema.
Escándalos financieros
Los casos de ALDESA, COOPEMEX, BANCRÉDITO, COOPESERVIDORES y DESYFIN, han evidenciado la falta de una supervisión eficaz, lo que ha generado pérdidas millonarias, afectando a inversionistas y ahorrantes. En cifras aproximadas:
- ALDESA: ¢140.000 millones.
- BANCREDITO: ¢52.000 millones
- COOPEMEX: ¢25.000 millones.
- COOPESERVIDORES: ¢152.000 millones.
- DESYFiN: ¢22.000 millones
Estos casos reflejan un sistema más reactivo que preventivo, enfocado en regular procesos internos en lugar de identificar riesgos sistémicos a tiempo.
Por otro lado, este sistema crea barreras a la competencia y a la innovación, imponiendo requisitos y trámites, que aumentan los costos operativos de las entidades financieras, costos que terminan trasladándose a los consumidores.
Además, las trabas burocráticas desincentivan la entrada de nuevos actores, limitando la competencia y la innovación, en un entorno donde la digitalización y las fintech están transformando el sector a nivel mundial.
¿También el MEIC?
Como si fuera poco, actualmente en la corriente legislativa existen dos propuestas para ampliar la intervención del MEIC, en la supervisión financiera: , el proyecto 24136 y el 24616.
Si bien el objetivo es proteger al consumidor, estas iniciativas ignoran problemas estructurales del sistema y pueden generar efectos adversos:
- Duplicidad de funciones: las superintendencias ya regulan aspectos clave del sector financiero. Crear un nuevo regulador, dentro del MEIC, solo aumentaría la burocracia.
- Falta de independencia técnica: a diferencia de las superintendencias, que tienen mayor autonomía, el MEIC es parte del Poder Ejecutivo, lo que lo expone a posibles interferencias políticas.
- Impacto en los consumidores: más regulación implica mayores costos para las entidades financieras, lo que terminaría reflejándose en precios más altos para los usuarios.
Si el problema es que las superintendencias tienen un alcance limitado sobre ciertos actores financieros, la solución no es crear un nuevo regulador, sino fortalecer y ampliar las funciones de los existentes.
Propuestas de reforma
Un sistema financiero saludable requiere un equilibrio entre regulación y eficiencia. Algunas medidas que podrían mejorar la supervisión en Costa Rica incluyen:
- Consolidación de superintendencias: integrarlas bajo una sola estructura dentro del CONASSIF permitiría reducir redundancias y fortalecer la coordinación, alineando la supervisión con modelos de economías avanzadas.
- Ampliar el alcance de supervisión: actualmente, las superintendencias solo regulan entidades registradas y autorizadas. Se debe incluir fintechs, emisores de crédito no bancarios, remesadoras y plataformas digitales de préstamos.
- Protección del consumidor desde las superintendencias: en lugar de trasladar esta función al MEIC, se podría crear una unidad dentro de las superintendencias, encargada de supervisar prácticas comerciales abusivas, regular cláusulas contractuales en productos financieros, y resolver quejas de consumidores.
- Transparencia y rendición de cuentas: implementar mecanismos de evaluación externa y publicar informes periódicos sobre la gestión de las superintendencias, para mejorar su desempeño.
- Fomento de la innovación financiera: establecer un marco regulatorio más flexible para impulsar la adopción de nuevas tecnologías, y permitir la creación de sandbox regulatorios, donde startups puedan operar bajo un esquema de supervisión adaptado.
- Simplificación de trámites: revisar y eliminar procesos innecesarios para reducir la carga administrativa de entidades y consumidores.
Un sistema más eficiente
No necesitamos más regulaciones ni nuevos reguladores, sino una supervisión más eficaz, menos burocrática y más transparente.
En lugar de crear un nuevo esquema dentro del MEIC, lo lógico es reestructurar los entes existentes para que asuman también la protección del consumidor financiero.
Esto permitiría:
- Un solo ente regulador para todo el sector financiero, evitando duplicidades.
- Un marco de regulación claro y eficiente, reduciendo costos administrativos.
- Mayor independencia técnica, evitando interferencias políticas.
- Mejor supervisión de riesgos sistémicos, en lugar de cumplir solo con formalismos burocráticos.
Si el objetivo es proteger al consumidor financiero, la clave no es aumentar la burocracia, sino mejorar la regulación para que sea más efectiva y accesible.
La Asamblea Legislativa tiene la oportunidad de impulsar una reforma real, garantizando protección sin caer en la trampa de la sobrerregulación.
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