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Política

De vetos, resellos y decisiones

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Tiempo de lectura: 8 min

RESUMEN

El ajuste hecho por la Asamblea Legislativa a la reforma fiscal propuesta por el Ministerio de Hacienda, recorrió el camino de la aprobación, el veto y el posterior resello por parte de la Asamblea, acompañada por una discusión que muchas veces giró en torno a las intenciones de los actores, dejando de lado hechos y argumentos. La intención de esta columna, por momentos casi una crónica, es volver a lo sustancial en torno al tema y su importancia.

La discusión en torno al veto presidencial sobre la mal denominada “Exclusión de la Lista Gris de la Unión Europea” encendió sin duda el debate político y las redes sociales en Costa Rica. Este tema polarizó opiniones, especialmente cuando se criticó a aquellos de nosotros que respaldamos el resello del veto presidencial con acusaciones de favorecer intereses bancarios con argumentos como “votó el resello” o “le regaló miles de millones a los bancos”.  Nada más alejado de la realidad y todo producido por el populismo y la falta de argumentos técnicos con los que el oficialismo manejó su discurso en este tema.

Para aclarar desde el inicio, a pesar de las acusaciones vociferadas desde algunos sectores gubernamentales, al menos en mi caso, la relación con los bancos se limita únicamente a la gestión personal de unas pocas cuentas corrientes, mis tarjetas de crédito y mi hipoteca. Mi propósito no es, ni ha sido, salvaguardar los intereses de estas entidades financieras. Estoy convencido de que todos, como sociedad, nos beneficiaríamos de una competencia más amplia y efectiva en el ámbito de los servicios financieros, aunque ese debate merece un espacio propio. Mi argumento central radica en que, independientemente de cualquier interés corporativo atribuido a aquellos que apoyamos el resello, mi compromiso es con la defensa del principio de territorialidad fiscal, un pilar fundamental de nuestro marco impositivo. Este ha sido el núcleo de la discusión. 

He decidido abordar este tema en esta columna, aspirando a un diálogo más sereno y constructivo sobre por qué era imperativo el resello, ya que de no haberse hecho así, continuaríamos siendo señalados por la Unión Europea como una jurisdicción no cooperante, debido a los errores insubsanables presentes en el veto presidencial.

Un intento de reforma fiscal

La reforma fiscal implementada transformó nuestro sistema tributario y lo confirmó como un híbrido, preservando su carácter territorial pero estableciendo excepciones para que no se pueda abusar del uso de empresas que no tengan substancia. Esta modalidad mejorada es crucial para fomentar la atracción de inversión extranjera directa hacia nuestro país. Por otro lado, respecto a los sueños recaudatorios de rentas extraterritoriales, tengo serias dudas sobre la capacidad del Ministerio de Hacienda para llevar a cabo una fiscalización efectiva de las actividades financieras de los contribuyentes en el extranjero. Tal intento, además de probablemente ineficaz, incrementaría significativamente los costos para nosotros, los contribuyentes.

De mi experiencia profesional fuera de Costa Rica puedo atestar que el factor determinante para las decisiones de inversión siempre es el régimen fiscal del país anfitrión. Específicamente, es fundamental entender cómo se tributan las ganancias locales y si las utilidades destinadas a inversiones en el extranjero están sujetas a imposiciones fiscales extraterritoriales. De hecho, la política impositiva de una nación juega un papel más crítico en la captación de inversión extranjera que otros factores relevantes, como la calidad de la mano de obra o la infraestructura disponible, aunque nos guste pensar otra cosa.

Pensemos en corporaciones internacionales que emplean el “cash pooling”, una técnica de gestión financiera que permite a sus filiales alrededor del mundo consolidar sus fondos. Este enfoque no solo mejora la administración de la liquidez de la empresa, sino que también contribuye a la reducción de costos de interés y al fortalecimiento de la posición de capital de trabajo. Para la viabilidad de estos sistemas, es esencial un marco tributario que mantenga el principio de territorialidad fiscal, garantizando así que las compañías solo tributen por las actividades realizadas dentro del país, lo que les proporciona seguridad jurídica.

En febrero de 2023, Costa Rica se encontró en la mal denominada “lista gris” de la Unión Europea (UE), identificada como una jurisdicción no cooperante en materia fiscal. Esta clasificación surgió debido a que la legislación fiscal costarricense y algunas interpretaciones judiciales, generaban una notable incertidumbre legal. Según la UE, este escenario permitía que contribuyentes europeos pudieran diseñar estrategias fiscales aprovechando el principio de territorialidad fiscal costarricense, afectando así la recaudación fiscal en la UE.  Esta preocupación identificaba la posibilidad de que contribuyentes europeos establecieran entidades en Costa Rica sin una actividad económica real, dedicadas exclusivamente a generar ingresos pasivos desde el extranjero, explotando así nuestro sistema tributario.

Dictámenes legales

La controversia se produjo debido a interpretaciones por parte de la Sala Primera y la Sala Constitucional que, en lugar de limitarse a su función judicial, parecieron legislar al adoptar un enfoque fiscalista alineado con el Ministerio de Hacienda. Esto rebasó el principio de reserva de ley en materia tributaria, terreno exclusivo de la Asamblea Legislativa. Resulta sorprendente que, en un área tan crítica como la tributaria, no hubieran magistrados en dichas salas, al menos en ese momento, con experiencia práctica en fiscalidad, lo que contribuyó a la incertidumbre jurídica. La única excepción notable fue el voto disidente del magistrado suplente Garita Navarro en la Sala Constitucional, quien sí demostró conocimiento en la materia y clarificó los límites de actuación de ambas salas.

Mi posición no nace de un simple desacuerdo personal con las decisiones judiciales, sino del respaldo de un amplio sector de expertos en derecho tributario costarricense, que han señalado las inconsistencias tanto de la postura del Ministerio de Hacienda como de las interpretaciones de la Sala Primera y la Sala Constitucional.

¿Qué argumento presentó la Sala Constitucional que generó tal discrepancia con la normativa vigente de la Ley del Impuesto sobre la Renta y el principio de territorialidad fiscal? Al responder esa pregunta, es crucial entender que el debate giraba en torno a los ingresos pasivos generados por entidades costarricenses en el extranjero. Según la interpretación de la Sala, si una entidad o individuo generador de ingresos está domiciliado en Costa Rica, y la inversión se realiza en el exterior, entonces esos ingresos deberían considerarse gravables en Costa Rica debido a una conexión económica entre los ingresos obtenidos fuera y la entidad residente en el país.

Esta perspectiva, más ideológica que basada en principios jurídicos sólidos, introdujo un nuevo concepto de vinculación económica no previsto en la legislación ni reflejado en las actas legislativas de la ley. En lugar de esto, el principio de territorialidad, que establece que los contribuyentes deben tributar únicamente por las actividades económicas realizadas dentro del territorio costarricense, sí está claramente definido en la ley. Incluso la misma Sala Primera había mantenido este principio en sus resoluciones anteriores, hasta que, de manera sorpresiva y sin cambios legislativos relevantes, optó por adoptar este nuevo enfoque.

A raíz de esta situación, algunos sectores comenzaron a promover la idea de que la ley incorporaba este concepto de vinculación económica, utilizando argumentos despectivos y poco fundamentados para sugerir que aquellos de nosotros que defendíamos el principio de territorialidad, conforme a la ley, estábamos favoreciendo intereses de élites económicas, incluyendo bancos. Resulta curioso, y merece reflexión, el insistente enfoque en los bancos, especialmente considerando que uno de los principales rivales políticos del gobierno actual es, de hecho, un banquero. Esto deja un espacio abierto para interpretaciones sobre las verdaderas intenciones detrás de estos argumentos.

Decisiones

Ante este panorama, la pregunta era cómo abordar la situación con la Unión Europea para evitar las consecuencias negativas de permanecer en su lista gris, lo que podría implicar la pérdida de inversiones y capital europeo en nuestro país. La UE propuso soluciones, enfatizando que el problema no radicaba en el principio de territorialidad fiscal per se. De hecho, tras comunicarme personalmente con la UE, confirmaron que la preocupación principal giraba en torno a las ambigüedades legales y judiciales que podrían dar lugar a interpretaciones conflictivas y no al principio de territorialidad en si. 

La UE sugirió dos enfoques: el primero, hacer que todas las rentas pasivas extraterritoriales fuesen sujetas a impuestos; el segundo, gravar específicamente aquellas rentas pasivas generadas en el extranjero por empresas costarricenses sin una base económica real, como serían aquellas sin operaciones comerciales activas o empleados. Esta última opción parecía más alineada con los objetivos de la UE de prevenir la evasión fiscal por parte de sus ciudadanos mediante el uso de entidades costarricenses, y se alineaba con la necesidad de mantener el criterio de territorialidad tan importante para la atracción de inversión extranjera.

Sin embargo, esta propuesta no coincidía con las intenciones del Ministerio de Hacienda, que buscaba aplicar impuestos a todas las rentas pasivas extraterritoriales de costarricenses, motivado por un exceso de celo recaudatorio. Los cálculos presentados por el ministerio sobre la recaudación potencial eran puramente especulativos, basados en unos pocos casos y sin considerar la capacidad real de recolección o el dinamismo económico. Aunque se mencionó una cifra de aproximadamente 20 millones de dólares anuales, este monto, además de ser especulativo, resulta insignificante en el contexto del presupuesto nacional, poniendo en perspectiva la reacción desmedida del Ejecutivo sin una base sustancial.

Para mí, la decisión era evidente: debíamos reafirmar el principio de territorialidad fiscal, aclarar que el nuevo concepto de vinculación económica propuesto por la Sala no reflejaba la intención del legislador —quien tiene la autoridad final en asuntos fiscales— y establecer excepciones específicas para gravar las rentas extraterritoriales generadas por entidades sin una presencia económica significativa. Esta fue nuestra postura al redactar la ley en cuestión.

Sin embargo, el presidente, movido por razones de oportunidad, decidió vetar la ley. Es crucial entender, independientemente de la posición ideológica que se adopte sobre este tema, que el veto introdujo un error que nos habría mantenido en la indeseable “lista gris” de la UE.

El texto del veto presentaba una contradicción: por un lado, proponía gravar todas las rentas extraterritoriales, tanto de individuos como de entidades; por otro, mantenía las excepciones para las rentas de empresas sin una base económica real. Este enfoque creaba una antinomia, es decir, una contradicción en la legislación, exactamente lo que la UE instaba a evitar para prevenir interpretaciones o aplicaciones conflictivas de las normas fiscales. En otras palabras, el veto nos devolvía al punto de partida.

Este fue el dilema enfrentado, y como mencioné al inicio, habría votado (y todavía lo haría) el resello del veto en cada oportunidad necesaria. Estoy convencido de que para Costa Rica, una nación que busca atraer inversión extranjera, es esencial contar con un marco tributario que facilite y promueva la llegada de este capital.

Tengamos claro que la cadena de impuestos que paga cualquier empresa en Costa Rica es muy extensa, y abarca desde la compra de las materias primas a los dividendos. En esa extensión se encuentran multiciplidad de IVAS, impuestos al salario, cargas sociales, impuestos municipales, renta, etc. Si después de pagar toda esta cantidad de impuestos la empresa decide invertir el remanente en el extranjero, buscando mejores rendimientos, el Ministerio de Hacienda quería gravar también esos ingresos externos. Esto, sin considerar que, en la mayoría de las jurisdicciones extranjeras, dichas inversiones ya están sujetas a impuestos, y dada la limitada cantidad de convenios de doble imposición con los que cuenta Costa Rica, sería complicado para los inversionistas acreditar esos impuestos extranjeros en nuestro sistema fiscal.

Esta fue la situación en detalle. Mi intención es hablar con claridad y sinceridad en esta columna.  Entiendo que habrá quienes concuerden y otros que no, y como costarricense, respeto la diversidad de opiniones.  Sin embargo, considero esencial que nuestras diferencias se diriman en el terreno del debate intelectual, la técnica y la política pública, y no en la arena del populismo que sugiere falsamente que se busca favorecer a unos pocos a cuenta de la poca solvencia de argumentos técnicos. En este caso, para mi lo importante es y será preservar un entorno propicio para la inversión extranjera que beneficia a todos los costarricenses.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

Jorge Dengo Rosabal, Ex-Diputado. Abogado por la Universidad Escuela Libre de Derecho, MBA con énfasis en finanzas y mercadeo por la Universidad Latina, Máster en Derecho la Competencia por la Universidad de Melbourne, Australia; Experto en Derecho de Competencia por la Universidad Carlos III, España y especialista en análisis de políticas públicas por London School of Economics

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Política

Economía colaborativa: romper cadenas o quedar atrás

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RESUMEN

La economía colaborativa no es una moda, es un cambio de era. Resistirse a ella por proteger modelos obsoletos solo posterga lo inevitable: la necesidad de adaptar nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras mentalidades a una realidad donde la tecnología y la voluntad ciudadana ya tomaron la delantera.


El día de ayer escribí en mis redes sociales la siguiente reflexión: 

“Algunos empresarios y sectores siguen anclados en una visión del país que ya no existe, ignorando que hoy la gente exige algo distinto. Y si un negocio necesita un gobierno ‘amigo’ para ser rentable, tal vez nunca fue un buen negocio desde el principio.”

Esa reflexión la escribí a propósito, pensando en cómo el sector de transportes —principalmente los taxistas— ha rechazado los proyectos de ley que pretenden regularizar las plataformas de transporte colaborativo, y cómo el sector político tradicional, principalmente el Partido Liberación Nacional, se ha enfocado en proteger intereses sectoriales en lugar de pensar en la gente.

Esta resistencia no es casual ni menor; responde a un modelo económico arraigado en la protección estatal, en monopolios naturales o concesiones cerradas. Precisamente, esta visión limitada ha sido puesta en entredicho por la irrupción de plataformas tecnológicas como Uber, que representan una economía colaborativa más ágil, eficiente y alineada con las demandas reales de los usuarios actuales.

Un intento por equilibrar el terreno

El proyecto de ley “Transporte Remunerado No Colectivo de Personas y Plataformas Digitales” (expediente Nº 23.736), actualmente en discusión en la Asamblea Legislativa, no es perfecto, pero busca reconocer esta nueva realidad. La ley pretende ofrecer un marco regulatorio más equilibrado, reconociendo al transporte por plataformas como un servicio económico de interés general, sujeto a regulaciones mínimas, pero necesarias, para garantizar seguridad vial, protección de datos personales y competencia efectiva, libre y justa.

La resistencia que enfrentan estas plataformas por parte del sector tradicional de transporte quedó claramente expuesta durante una sesión reciente ante la Comisión de Gobierno y Administración. Allí, Representantes de Canatrans manifestaron preocupaciones válidas, como la necesidad de un régimen sancionatorio robusto y la protección del transporte público colectivo. Sin embargo, también expresaron temores que reflejan más una defensa de un modelo basado en la exclusividad y el amparo estatal, que una genuina preocupación por la competencia leal o el bienestar del usuario.

Este temor se evidencia cuando representantes del sector tradicional expresan que cualquier modificación legislativa podría afectar gravemente la “integralidad” del sistema de transporte público, sugiriendo que la competencia sería perjudicial. Pero, ¿es realmente así? Según un estudio de la Cámara de Comercio de Costa Rica, más del 75% de la población considera necesaria una regulación para estas plataformas, precisamente para superar la inseguridad jurídica que afecta tanto a usuarios como a conductores.

No se trata de proteger negocios, sino de responder a la realidad

Este proyecto de ley busca no solo legalizar una actividad que ya existe y cuenta con amplio respaldo, sino también asegurar igualdad de condiciones competitivas. La regulación propuesta es proporcional y razonable: busca garantizar seguridad, proteger derechos y fomentar un mercado más dinámico.

La resistencia política y sectorial a este cambio refleja una incapacidad para reconocer y adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos y económicos. Plataformas como Uber ya forman parte del ecosistema económico y social del país. Pretender ignorarlo o enfrentarlo con herramientas restrictivas no solo es inútil, sino contraproducente.

La regulación estatal debe reflejar la voluntad popular, expresada en el uso masivo de estas plataformas, garantizando seguridad jurídica y social, sin caer en la sobre regulación ni en la protección de sectores que resisten el cambio por interés propio.

Finalmente, la tarea del Estado es clara: ofrecer una regulación ágil, transparente y efectiva que permita la convivencia entre plataformas digitales y servicios tradicionales. 

La verdadera función de la política pública no debe ser proteger negocios específicos, sino fomentar un entorno competitivo que beneficie a los consumidores y estimule la innovación. En este contexto, las plataformas digitales no son el problema; sino parte de la solución.

Es hora de avanzar hacia un modelo económico más dinámico y abierto, reconociendo y regulando adecuadamente las plataformas colaborativas como Uber, y dejando atrás prácticas que solo benefician a unos pocos en detrimento del interés general. 

La innovación no espera, y los ciudadanos tampoco.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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Política

Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

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Tiempo de lectura: 6 min

RESUMEN

Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.


En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).

Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto

En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?

Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.

Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.

Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.

Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo

Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.

Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.

¿Cómo resolver este impasse de forma responsable? 


Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.

La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:

“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.

Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:

“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.

Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia

En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia

La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.

Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.

Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.

Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.

Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.

Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.

Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.

Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro

Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.

Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.

En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción. 

Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.

Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.


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Política

Cómo salir del ciclo empobrecedor

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RESUMEN

Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.


El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.

Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos

Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.

Un modelo insostenible

El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.

En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.

A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.

El costo de no reformar

La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público

El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.

Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.

Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye

Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.

Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa. 

Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.

La reforma del Estado

La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.

Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales. 

Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.

En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:

  • Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
  • Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
  • Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
  • Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.

Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.

La pregunta entonces es:

¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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