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Política

Érase una vez una República

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En la Costa Rica de hoy, la forma de vida republicana se debate entre el estatismo y la libertad… pero en un rincón del relato, acecha el populismo. Esta es la historia de un pequeño país latinoamericano dónde, por razones que no voy a incluir en este relato, tuvimos la fortuna de que nuestros gobernantes liberales –allá en el siglo XIX y principios del XX– tuvieran la ética ciudadana, la claridad mental y las convicciones políticas que nos salvaron de muchos de los trágicos eventos, tales como guerras, dictaduras y revoluciones, tan comunes en el resto de la región centroamericana.

Sin embargo, ese logro, en lugar de ser aprovechado para desarrollarnos, fue usado por una nueva clase política, para nada liberal –la que nos gobierna desde mediados del siglo XX–, para crearnos un sentido de superioridad y lograr que nos durmiéramos en los laureles, como dice el refranero.

Vivíamos en una República, es decir, en una estructura política con equilibrio de poderes y donde las personas más capaces ocupaban los puestos públicos; una donde se empoderaba a los ciudadanos por medio de la educación y la salud básicas, mientras que se defendían, también, sus derechos básicos: vida, propiedad y libertad, todas privadas, o sea, individuales e inalienables.

Los villanos y su otro relato. No obstante, como en toda historia que se respete, en ésta también aparecieron los villanos: lo hicieron en la forma política de los estatistas que nos han gobernado en los últimos 70 años. Ellos han sido y son, la nueva clase política que, al gobernarnos, ha creado toda una maraña legal para perpetuarse en el poder y permitir que
personajes sin mérito alguno o sin tener necesariamente la capacidad probada, ocupasen los puestos claves.

Esa nueva clase política se acostumbró a vivir del Estado, pasando de un alto puesto a otro, mientras acostumbraba a gran parte de nuestra gente a hacer lo mismo, pero en los mandos medios; y haciéndonos sentir al resto de ciudadanos impotentes ante esa situación por ellos creada y consolidada y, además, convenciéndonos de que cambiar a las personas en el gobierno es la solución, la clave para eliminar la corrupción y cualquier otro problema inherente a ese poder político establecido.

Con ello, entonces, la maraña legal sigue su curso mientras se soslaya el verdadero problema: el sistema estatista colapsó y, por eso mismo, estamos ahora –como muchos de nuestros hermanos latinoamericanos, que ya lo sufren– muy cerca del verdadero monstruo de nuestro tiempo: el populismo. Cuando en esos países han pasado o están en el poder gobiernos populistas de derecha o de izquierda, cada uno peor que el anterior, nuestra clase política parece querer llevarnos por esa senda –con un marcado acento izquierdista, eso sí–, con tal de mantener el sistema imperante y el estatismo feroz que eso conllevaría.

Últimamente, sobre todo debido al desprestigio que han sufrido los movimientos populistas – tanto los “de derecha” como los “de izquierda”–, voces disidentes han tratado de evidenciar la falacia de sus seudo-teorías políticas, pero han sido silenciados gracias al camaleónico cambio de nombre de esos movimientos y a la manipulación que se hace de los personajes puestos en escena por su narrativa, algunos de lo más divertidos, por cierto, pues son totalmente imaginarios.

Sin embargo, gracias a esa manipulación de la realidad y al adoctrinamiento aplicado durante setenta años ya, la mayoría de nuestra población parece haberlos aceptado como reales. Es así que, como en toda novela, también aquí tenemos un héroe, una víctima indefensa que hay que rescatar y un villano. Vemos a continuación, a cada uno de los personajes de esa trama.
Los personajes de la trama. El Estado, protagonista de ésta novela, claro está, se cuenta a sí mismo como su héroe, y de ahí que tenga que ser omnipresente y omnisciente. Por esa razón, siempre que hablamos del Estado, lo hacemos como si fuera algo ajeno a nosotros, pero sin considerar que depende de nuestros impuestos para funcionar; es decir, que el Estado no puede existir sin nosotros… de donde deviene su omnipresencia.

Por eso, cuando se dice que el Estado va a solucionar algo, lo que en realidad se quiere decir es que los ciudadanos lo vamos a solucionar con nuestros recursos; pero, al mismo tiempo, ese Estado omnisciente sigue queriéndonos hacer creer que no somos capaces de solucionar ningún problema… mientras que él se engorda a costa de esos mismos recursos nuestros, creando más instituciones burocráticas donde colocar a sus familiares, amigos, clientes y conocidos para hacer negocios con ellos, pero sin solucionar problema social alguno.

La víctima universal de éste relato, ya se sabe, es un impoluto y nebuloso “pueblo”, que incluye a toda una variedad de desvalidos sociales: desde el mendigo, el minusválido, la persona de la tercera edad, las mujeres y los niños… en fin, a cualquier “minoría” que necesite ser “rescatada” por la burocracia estatal; es decir, convertida así en clientela electoral y emocional mayoritaria, para que provea los votos necesarios para llegar al poder una vez más, al tiempo que se les hace sentir incapaces de hacerse cargo de su propia vida, un requisito indispensable para mantener vivo el mito del Estado como benefactor social supremo.

Así, la raíz de todos nuestro males, el enemigo por excelencia –como ya habrán adivinado mis lectores–, es el “neoliberalismo”, otra nebulosa palabra con que se quiere representar a los empresarios, unos seres despiadados que explotan a los trabajadores y a todos los que componen ese “pueblo” y a sus burócratas salvadores. Ahí, sin embargo, el relato se sale de proporciones, aún para la ficción estatista que, en su añeja narrativa, no conoce de límite ni proporción alguna.

Primero que todo, históricamente, en Latinoamérica nunca hemos tenido libre mercado y, por lo tanto, tampoco un capitalismo en el sentido estricto. Todo lo contrario: nuestros países están llenos de alcábalas, aranceles, protecciones, oligopolios, monopolios, etc., que impiden la libertad de mercado pues, creados por la interferencia del Estado en la economía, es éste el que define quienes ganan y quienes pierden en ese juego perverso sin oferta y sin demanda definida.

¿Un final feliz? Mas, como en su narrativa había que ponerle cara al mal, los estatistas de ayer (¿populistas de hoy?) escogieron a los empresarios –esto es: a los hombres de empresa, a los emprendedores– como el chivo expiatorio de sus devaneos ideológicos, que jamás lógicos o históricos, como podemos ver. Entonces: ¿cuál es el final feliz que proponen los estatista a su relato? … pues ¿cómo no?: la “repartición de la riqueza”, algo que sólo funciona quitándosela a los que la producen para mantener cada vez a más burócratas “rescatistas” de aquel “pueblo” y perpetuarse en el poder con ello.

Es así cómo, en esta pequeña y deteriorada República de hoy, nos encontramos tan distraídos con la fábula esa, que no somos capaces de ver que, sin nosotros, los estatistas no se perpetuarían en el poder: que nosotros como ciudadanos libres (aún), tenemos la posibilidad de cambiar el rumbo estatista-populista al que quieren llevarnos.

Mas la única manera de lograr que la sociedad costarricense dejé de votar por el populismo estatista, pienso, es si se convence de que tiene el poder de hacerlo; de que la meritocracia es más útil que las cuotas de poder; de que el valor del trabajo es una fortaleza; de que puede tener un sistema judicial que en realidad respete sus derechos, y dándole
oportunidades por medio de un sistema de educación de calidad que llene sus necesidades culturales en un mundo global, al fomentar la innovación y el emprendedurismo.

En fin, que se trata de proponerles un nuevo relato, uno que tome en cuenta nuestras raíces históricas liberales y seguir adelante dando la lucha política en el terreno republicano: el desenlace quedará por verse, claro está, pues nos balanceamos en el borde de un precipicio político. Ojalá, entonces, que no sigamos metidos en la burbuja de que somos diferentes o mejores gracias al estatismo impuesto desde hace setenta años, y que por eso nada nos va a pasar como país.

Hoy mismo, tenemos socialmente dentro un monstruo diminuto, microscópico –tanto o más peligroso que el populismo estatista, pues lo puede acentuar una vez que desaparezca– que nos enseña que las diferencias aquellas pueden ser muy relativas. En ésta ocasión histórica, entonces, dependeremos como nunca antes de nuestra capacidad política, para enfrentar ese doble peligro y evadir así el triste destino al cual han sucumbido buena parte de los países latinoamericanos: de lo contrario, tristemente, seguiremos sus pasos. Mas la realidad histórica –que no la ficción literaria–, es que Costa Rica es un país políticamente maravilloso, con un potencial increíble y por el que vale la pena dar la batalla y no caer en el engaño populista de más estatismo y menos libertad: entonces ¡salvemos la República!

Ingeniera Civil, MBA. Directora de Inteligencia Corporativa, empresa de apoyo en manejo financiero y administrativo para PYMES y emprendedores. Cuenta con 25 años de experiencia en puestos gerenciales y coordinación de proyectos. Especialista en fortalecimiento de sistemas de trabajo, organización administrativa, análisis de inversiones y formación de equipos interdisciplinarios de excelencia.

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Política

Economía colaborativa: romper cadenas o quedar atrás

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RESUMEN

La economía colaborativa no es una moda, es un cambio de era. Resistirse a ella por proteger modelos obsoletos solo posterga lo inevitable: la necesidad de adaptar nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras mentalidades a una realidad donde la tecnología y la voluntad ciudadana ya tomaron la delantera.


El día de ayer escribí en mis redes sociales la siguiente reflexión: 

“Algunos empresarios y sectores siguen anclados en una visión del país que ya no existe, ignorando que hoy la gente exige algo distinto. Y si un negocio necesita un gobierno ‘amigo’ para ser rentable, tal vez nunca fue un buen negocio desde el principio.”

Esa reflexión la escribí a propósito, pensando en cómo el sector de transportes —principalmente los taxistas— ha rechazado los proyectos de ley que pretenden regularizar las plataformas de transporte colaborativo, y cómo el sector político tradicional, principalmente el Partido Liberación Nacional, se ha enfocado en proteger intereses sectoriales en lugar de pensar en la gente.

Esta resistencia no es casual ni menor; responde a un modelo económico arraigado en la protección estatal, en monopolios naturales o concesiones cerradas. Precisamente, esta visión limitada ha sido puesta en entredicho por la irrupción de plataformas tecnológicas como Uber, que representan una economía colaborativa más ágil, eficiente y alineada con las demandas reales de los usuarios actuales.

Un intento por equilibrar el terreno

El proyecto de ley “Transporte Remunerado No Colectivo de Personas y Plataformas Digitales” (expediente Nº 23.736), actualmente en discusión en la Asamblea Legislativa, no es perfecto, pero busca reconocer esta nueva realidad. La ley pretende ofrecer un marco regulatorio más equilibrado, reconociendo al transporte por plataformas como un servicio económico de interés general, sujeto a regulaciones mínimas, pero necesarias, para garantizar seguridad vial, protección de datos personales y competencia efectiva, libre y justa.

La resistencia que enfrentan estas plataformas por parte del sector tradicional de transporte quedó claramente expuesta durante una sesión reciente ante la Comisión de Gobierno y Administración. Allí, Representantes de Canatrans manifestaron preocupaciones válidas, como la necesidad de un régimen sancionatorio robusto y la protección del transporte público colectivo. Sin embargo, también expresaron temores que reflejan más una defensa de un modelo basado en la exclusividad y el amparo estatal, que una genuina preocupación por la competencia leal o el bienestar del usuario.

Este temor se evidencia cuando representantes del sector tradicional expresan que cualquier modificación legislativa podría afectar gravemente la “integralidad” del sistema de transporte público, sugiriendo que la competencia sería perjudicial. Pero, ¿es realmente así? Según un estudio de la Cámara de Comercio de Costa Rica, más del 75% de la población considera necesaria una regulación para estas plataformas, precisamente para superar la inseguridad jurídica que afecta tanto a usuarios como a conductores.

No se trata de proteger negocios, sino de responder a la realidad

Este proyecto de ley busca no solo legalizar una actividad que ya existe y cuenta con amplio respaldo, sino también asegurar igualdad de condiciones competitivas. La regulación propuesta es proporcional y razonable: busca garantizar seguridad, proteger derechos y fomentar un mercado más dinámico.

La resistencia política y sectorial a este cambio refleja una incapacidad para reconocer y adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos y económicos. Plataformas como Uber ya forman parte del ecosistema económico y social del país. Pretender ignorarlo o enfrentarlo con herramientas restrictivas no solo es inútil, sino contraproducente.

La regulación estatal debe reflejar la voluntad popular, expresada en el uso masivo de estas plataformas, garantizando seguridad jurídica y social, sin caer en la sobre regulación ni en la protección de sectores que resisten el cambio por interés propio.

Finalmente, la tarea del Estado es clara: ofrecer una regulación ágil, transparente y efectiva que permita la convivencia entre plataformas digitales y servicios tradicionales. 

La verdadera función de la política pública no debe ser proteger negocios específicos, sino fomentar un entorno competitivo que beneficie a los consumidores y estimule la innovación. En este contexto, las plataformas digitales no son el problema; sino parte de la solución.

Es hora de avanzar hacia un modelo económico más dinámico y abierto, reconociendo y regulando adecuadamente las plataformas colaborativas como Uber, y dejando atrás prácticas que solo benefician a unos pocos en detrimento del interés general. 

La innovación no espera, y los ciudadanos tampoco.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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Política

Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

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Tiempo de lectura: 6 min

RESUMEN

Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.


En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).

Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto

En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?

Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.

Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.

Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.

Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo

Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.

Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.

¿Cómo resolver este impasse de forma responsable? 


Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.

La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:

“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.

Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:

“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.

Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia

En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia

La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.

Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.

Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.

Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.

Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.

Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.

Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.

Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro

Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.

Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.

En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción. 

Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.

Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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Política

Cómo salir del ciclo empobrecedor

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RESUMEN

Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.


El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.

Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos

Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.

Un modelo insostenible

El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.

En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.

A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.

El costo de no reformar

La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público

El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.

Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.

Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye

Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.

Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa. 

Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.

La reforma del Estado

La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.

Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales. 

Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.

En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:

  • Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
  • Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
  • Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
  • Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.

Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.

La pregunta entonces es:

¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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