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Política

¿Un fallo político y estatista? Reflexión sobre el INA y el futuro de la educación técnica en Costa Rica

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Tiempo de lectura: 8 min

RESUMEN

Un reciente fallo de la Sala Constitucional anuló reformas laborales en el INA, limitando así su flexibilidad para adaptarse a los retos de la Cuarta Revolución Industrial. Aunque busca proteger principios públicos, este fallo podría frenar la modernización, dificultar la contratación de expertos y debilitar la educación técnica en Costa Rica, afectando la competitividad, innovación y el desarrollo socioeconómico del país.


La decisión de la Sala Constitucional N.º 31179 – 2023 en conjunto con la resolución N.º 31691 – 2023, de anular la reforma al régimen de empleo en el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) —introducida mediante la Ley N.º 9931— generó una ola de reacciones que, en mi criterio, no fueron lo suficientemente debatidas el año pasado desde una perspectiva técnica y de modernización institucional. 

Si bien el fallo se respaldó en una interpretación formal de los artículos 191 y 192 de la Constitución Política, existen también argumentos sólidos para afirmar que el criterio utilizado por la Sala se sustentó en una visión sumamente estatista que, lejos de procurar un equilibrio entre lo público y lo privado, podría implicar un retroceso en la competitividad y en la evolución de la educación técnica en Costa Rica.

1. Una visión estatista frente a un mundo cambiante

El INA, desde su creación, ha sido uno de los baluartes de la formación técnica en el país, atendiendo la necesidad de desarrollar competencias para los diferentes sectores productivos. Aun así, es innegable que el contexto actual de la llamada Cuarta Revolución Industrial demanda ajustes importantes en la manera de reclutar y retener talento, diseñar planes de estudio, remunerar a instructores especializados y, sobre todo, flexibilizar la estructura de contratación para poder adaptarse a cambios vertiginosos.

La anulación por parte de la Sala Constitucional de los artículos de la Ley 9931 que permitían esa flexibilidad (creación de un régimen de derecho laboral común para nuevas contrataciones, modalidad de pago por hora/servicios especiales, etc.) se sustentó en la tesis de que el INA es, por naturaleza, una institución pública que, salvo circunstancias muy calificadas, debe regirse por el régimen estatutario del servicio civil. 

Para la Sala, permitir un régimen laboral privado constituiría una “despublificación” de la institución, o una afrenta a la literalidad de los artículos 191 y 192 de la Constitución. Sin embargo, en mi opinión, esta óptica muestra una desactualización que antepone la uniformidad y el control burocrático por encima de la eficiencia y la competitividad.

Es cierto que la Constitución se redactó con el espíritu de salvaguardar la estabilidad y profesionalización del empleo público, pero no deja de ser cierto también que las exigencias de nuestros tiempos han variado sustancialmente. 

La capacidad de contar con técnicos especializados, actualizados y bien remunerados en la era digital resulta un imperativo tanto para la relevancia como para la sobrevivencia de cualquier institución educativa de corte técnico.

2. Falencias técnicas y jurídicas en la interpretación constitucional

Uno de los pilares del argumento de la Sala es que la ley reformada delegaba, de forma “absoluta”, a la Junta Directiva del INA la potestad de definir por reglamento las condiciones de empleo (nombramientos, despidos, salarios, etc.) bajo las normas del derecho laboral común, lo cual, en su criterio, carece de justificación suficiente para evadir el régimen del servicio civil. 

No obstante, hay que preguntarnos: ¿por qué es, en realidad, inconstitucional que una institución autónoma —creada por ley— recurra a modalidades de contratación más ágiles? ¿Acaso no podrían existir mecanismos de contrapeso y transparencia, sin sacrificar los principios de idoneidad y eficiencia?

El fallo principal invocó una aparente contravención a los artículos 191 y 192 de la Constitución, que exigen la aplicación de un régimen de servicio público o estatutario a la mayoría de empleados del Estado. Pero esta misma Constitución posibilita excepciones para ciertos supuestos, especialmente para entidades que requieren un componente de gestión empresarial o que se desenvuelven en competencia con el sector privado

No es descabellado argumentar que, para cumplir sus cometidos formativos frente a la Revolución Industrial 4.0, el INA necesita resortes de gestión mucho más dinámicos que el rígido servicio civil de hace décadas. De no flexibilizar su gestión de personal, ¿cómo podrá competir con la velocidad de las empresas tecnológicas, atraer instructores con conocimientos de vanguardia y retenerlos frente a sueldos más competitivos en la empresa privada?

Al leer la sentencia, salta a la vista la carencia de un test de proporcionalidad o de razonabilidad que sopesara la necesidad de que el INA tuviese un régimen laboral diferenciado, al menos para personal especializado o por proyectos específicos

En su lugar, la Sala adopta un criterio binario: o se rige por el Estatuto de Servicio Civil, o se es un caso excepcionalísimo puntualmente definido por la ley. No considera soluciones intermedias que la Ley 9931 exploraba, al permitir distintas modalidades de contratación y pago que no niegan la naturaleza pública de la institución, pero sí le conferían una flexibilidad que es indispensable en la coyuntura actual.

Dicho de otro modo, la Sala partió de una concepción muy formalista: “el INA es un ente público y, en consecuencia, todos sus funcionarios, salvo unos pocos, deben regirse por la normativa de empleo público”. El criterio ignora la realidad de la competencia global y la urgencia de contar con marcos que promuevan excelencia y eficacia en un campo tan dinámico como la capacitación técnica.

3. Retroceso en la modernización del INA y la educación técnica

Aunque la Sala Constitucional argumentó que con su fallo protege la estabilidad del servidor y la eficiencia en el servicio público, hay un claro riesgo de que el efecto real sea contraproducente: un retroceso en la modernización del INA y, por ende, en la calidad de la educación técnica para miles de estudiantes o profesionales en formación.

  • Freno a la contratación de expertos. El INA necesita instructores con dominio en programación, robótica, inteligencia artificial, nanotecnología, energías renovables y otras áreas donde la capacitación evoluciona a un ritmo acelerado. Con un régimen de servicio civil —lento en trámites y burocrático en escalas salariales—, atraer a esos expertos es mucho más difícil. A menudo, los salarios tope del sector público no pueden competir con remuneraciones en la empresa privada o con esquemas por hora que son usuales en consultores de alto nivel. Con la anulación de la reforma, la Junta Directiva pierde la posibilidad de pactar salarios globales competitivos o contratos modulares, alejando el recurso humano calificado. El resultado será una formación técnica desfasada y con menor vinculación a la realidad empresarial.
  • Desincentivo a la innovación en la oferta académica. El régimen de empleo público tradicional limita la capacidad institucional para moverse rápido. En un mercado que exige acciones inmediatas para abrir cursos, expandir sedes e incorporar nuevas tecnologías, someter cada nombramiento a los concursos formales del estatuto de servicio civil puede generar retrasos incompatibles con la velocidad de la disrupción tecnológica. La rigidez laboral se traduce en rigidez académica.
  • Desigualdad de oportunidades. La Sala indica que se busca evitar la discriminación entre empleados nuevos y antiguos; pero, con su resolución, se genera la imposibilidad de que surja un nuevo tipo de profesional docente que, por ejemplo, trabaje en la empresa privada y dé lecciones por horas en el INA, compartiendo experiencia de vanguardia. Este tipo de contratación flexible, lejos de representar precarización, puede enriquecer la docencia y elevar la calidad de la formación. Ahora, esa colaboración queda maniatada por la inflexibilidad del régimen estatutario.

4. El falso dilema: “público” vs. “privado”

Un error frecuente en el debate es suponer que la única forma de garantizar la naturaleza pública de la institución y sus principios (estabilidad, idoneidad, transparencia) es rigiéndose exclusivamente por el Estatuto de Servicio Civil y la Ley de Salarios de la Administración Pública, ley que, dicho sea de paso, data de 1957. La nueva ley reformada nunca implicó convertir al INA en un ente privado; simplemente optaba por un marco laboral más moderno y flexible, manteniendo controles como la rectoría del Ministerio de Planificación Nacional (MIDEPLAN) y la supervisión de la Contraloría General de la República en lo que corresponde.

La Sala ha sobreinterpretado la necesidad de la reserva legal: asume que, si la Constitución consagra el principio del servicio público, entonces la ley no podría delegar a la Junta Directiva la regulación de contratos de trabajo “ordinarios”. No obstante, la Ley 9931 sí establecía lineamientos e indicaba que la Junta Directiva debía garantizar la idoneidad y la transparencia en la selección. Además, cabe recordar que la autonomía del INA es un rango constitucional (Arts. 188 y 189) y es plenamente posible que el legislador, utilizando su libertad de configuración, defina esquemas laborales mixtos que respeten la naturaleza pública y a la vez posibiliten la agilidad demandada por el mercado.

5. Repercusiones económicas y sociales

La formación técnica es una palanca de movilidad social y la base para atraer inversiones de alto valor agregado. Si el INA, principal responsable estatal de la capacitación para el empleo, no se moderniza, sufriremos consecuencias, a saber:

  • Menor competitividad. Las empresas del sector manufacturero avanzado y de servicios podrían optar por instalarse en otros países o limitar sus inversiones si perciben que Costa Rica no forma el talento necesario con rapidez y calidad.
  • Brecha tecnológica creciente. Al no poder contar con instructores y programas permanentemente actualizados, los graduados del INA corren el riesgo de quedar rezagados respecto de lo que exige la industria 4.0. Se generará una fuerza laboral con deficiencias que frenarán la innovación en el país.
  • Aumento del gasto público y la burocracia. Un régimen laboral público más rígido implica el crecimiento de plantillas más formales y la imposibilidad de hacer contrataciones puntuales para proyectos específicos. Con menos versatilidad, se recurre a estructuras más costosas y con mayor permanencia, no necesariamente ajustadas a la demanda real. Paradójicamente, esto podría ir contra la eficiencia financiera y la buena administración.

6. ¿Hacia dónde debería encaminarse la discusión?

Sin duda, el INA no es una empresa privada: es y debe seguir siendo un ente público que cumpla un mandato social fundamental. Pero el país necesita revaluar el balance entre control público y eficacia. Otros sectores estatales, como la banca o las telecomunicaciones, han adoptado regímenes laborales mixtos o esquemas especiales para competir con rivales globales, respetando al mismo tiempo principios como el mérito y la transparencia.

En lugar de un fallo que, de forma tajante, anula la reforma y obliga a retornar a un modelo del siglo pasado, la Sala —en mi criterio— pudo haber analizado cláusulas específicas, valorado la inclusión de salvaguardas y controles, o exigido una mayor fundamentación de la ley, pero sin descartar por completo la posibilidad de un régimen de contratación flexible para al menos una parte del personal especializado. Esa habría sido una lectura equilibrada, que armonizara la constitucionalidad con la necesidad real de modernización institucional.

7. Conclusión: un llamado a la reforma integral y la visión de futuro

La decisión de la Sala Constitucional, en la práctica, despoja al INA de las herramientas para adaptarse con rapidez a los retos de la Revolución Industrial 4.0. Se arraiga en un criterio que, a mi juicio, está permeado por un estatismo exacerbado: la doctrina de que todo, salvo lo muy excepcional, debe pasar por los engorrosos trámites de servicio civil. Esa rigidez podría llevar a un INA incapaz de reclutar e innovar con la inmediatez requerida por la globalización.

El razonamiento de la Sala podría entenderse como un afán de proteger principios laborales y de control sobre el aparato estatal, pero en la práctica, y sin mecanismos de modernización, el país corre el riesgo de acentuar su rezago técnico y educativo

No se trata de privatizar ni de precarizar, se trata de flexibilizar y profesionalizar, con rangos de autonomía bien definidos. Justo allí recae el punto neurálgico de la crítica: la visión legalista de la Sala, sin matices, anula el debate sobre cómo equilibrar la demanda de estabilidad pública con la necesidad de competitividad global.

Por ende, el panorama que deja este fallo es preocupante. Tenemos un INA con las alas cortadas en materia de contratación y de escalas salariales, lo que redundará en un menor acceso a expertos y en la dificultad de instaurar nuevos programas técnicos acordes con los tiempos. A mediano y largo plazo, el perjuicio se traslada a los estudiantes, a las empresas que requieren personal más capacitado y, en última instancia, al desarrollo socioeconómico del país.

Costa Rica no puede darse el lujo de quedarse rezagada

Necesitamos retomar con urgencia el diálogo para buscar una legislación equilibrada que permita al INA mantener su naturaleza pública y su deber de transparencia, pero sin asfixiar su vocación formadora en un mundo hipercompetitivo. El llamado es a no convertir la Constitución en una muralla infranqueable al cambio, sino en la base sobre la que construimos, con la prudencia y la visión necesaria, un futuro de prosperidad para la educación técnica nacional.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

Jorge Dengo Rosabal, Ex-Diputado. Abogado por la Universidad Escuela Libre de Derecho, MBA con énfasis en finanzas y mercadeo por la Universidad Latina, Máster en Derecho la Competencia por la Universidad de Melbourne, Australia; Experto en Derecho de Competencia por la Universidad Carlos III, España y especialista en análisis de políticas públicas por London School of Economics

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Política

Economía colaborativa: romper cadenas o quedar atrás

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RESUMEN

La economía colaborativa no es una moda, es un cambio de era. Resistirse a ella por proteger modelos obsoletos solo posterga lo inevitable: la necesidad de adaptar nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras mentalidades a una realidad donde la tecnología y la voluntad ciudadana ya tomaron la delantera.


El día de ayer escribí en mis redes sociales la siguiente reflexión: 

“Algunos empresarios y sectores siguen anclados en una visión del país que ya no existe, ignorando que hoy la gente exige algo distinto. Y si un negocio necesita un gobierno ‘amigo’ para ser rentable, tal vez nunca fue un buen negocio desde el principio.”

Esa reflexión la escribí a propósito, pensando en cómo el sector de transportes —principalmente los taxistas— ha rechazado los proyectos de ley que pretenden regularizar las plataformas de transporte colaborativo, y cómo el sector político tradicional, principalmente el Partido Liberación Nacional, se ha enfocado en proteger intereses sectoriales en lugar de pensar en la gente.

Esta resistencia no es casual ni menor; responde a un modelo económico arraigado en la protección estatal, en monopolios naturales o concesiones cerradas. Precisamente, esta visión limitada ha sido puesta en entredicho por la irrupción de plataformas tecnológicas como Uber, que representan una economía colaborativa más ágil, eficiente y alineada con las demandas reales de los usuarios actuales.

Un intento por equilibrar el terreno

El proyecto de ley “Transporte Remunerado No Colectivo de Personas y Plataformas Digitales” (expediente Nº 23.736), actualmente en discusión en la Asamblea Legislativa, no es perfecto, pero busca reconocer esta nueva realidad. La ley pretende ofrecer un marco regulatorio más equilibrado, reconociendo al transporte por plataformas como un servicio económico de interés general, sujeto a regulaciones mínimas, pero necesarias, para garantizar seguridad vial, protección de datos personales y competencia efectiva, libre y justa.

La resistencia que enfrentan estas plataformas por parte del sector tradicional de transporte quedó claramente expuesta durante una sesión reciente ante la Comisión de Gobierno y Administración. Allí, Representantes de Canatrans manifestaron preocupaciones válidas, como la necesidad de un régimen sancionatorio robusto y la protección del transporte público colectivo. Sin embargo, también expresaron temores que reflejan más una defensa de un modelo basado en la exclusividad y el amparo estatal, que una genuina preocupación por la competencia leal o el bienestar del usuario.

Este temor se evidencia cuando representantes del sector tradicional expresan que cualquier modificación legislativa podría afectar gravemente la “integralidad” del sistema de transporte público, sugiriendo que la competencia sería perjudicial. Pero, ¿es realmente así? Según un estudio de la Cámara de Comercio de Costa Rica, más del 75% de la población considera necesaria una regulación para estas plataformas, precisamente para superar la inseguridad jurídica que afecta tanto a usuarios como a conductores.

No se trata de proteger negocios, sino de responder a la realidad

Este proyecto de ley busca no solo legalizar una actividad que ya existe y cuenta con amplio respaldo, sino también asegurar igualdad de condiciones competitivas. La regulación propuesta es proporcional y razonable: busca garantizar seguridad, proteger derechos y fomentar un mercado más dinámico.

La resistencia política y sectorial a este cambio refleja una incapacidad para reconocer y adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos y económicos. Plataformas como Uber ya forman parte del ecosistema económico y social del país. Pretender ignorarlo o enfrentarlo con herramientas restrictivas no solo es inútil, sino contraproducente.

La regulación estatal debe reflejar la voluntad popular, expresada en el uso masivo de estas plataformas, garantizando seguridad jurídica y social, sin caer en la sobre regulación ni en la protección de sectores que resisten el cambio por interés propio.

Finalmente, la tarea del Estado es clara: ofrecer una regulación ágil, transparente y efectiva que permita la convivencia entre plataformas digitales y servicios tradicionales. 

La verdadera función de la política pública no debe ser proteger negocios específicos, sino fomentar un entorno competitivo que beneficie a los consumidores y estimule la innovación. En este contexto, las plataformas digitales no son el problema; sino parte de la solución.

Es hora de avanzar hacia un modelo económico más dinámico y abierto, reconociendo y regulando adecuadamente las plataformas colaborativas como Uber, y dejando atrás prácticas que solo benefician a unos pocos en detrimento del interés general. 

La innovación no espera, y los ciudadanos tampoco.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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Política

Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

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Tiempo de lectura: 6 min

RESUMEN

Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.


En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).

Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto

En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?

Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.

Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.

Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.

Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo

Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.

Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.

¿Cómo resolver este impasse de forma responsable? 


Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.

La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:

“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.

Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:

“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.

Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia

En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia

La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.

Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.

Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.

Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.

Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.

Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.

Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.

Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro

Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.

Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.

En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción. 

Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.

Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.


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Política

Cómo salir del ciclo empobrecedor

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RESUMEN

Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.


El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.

Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos

Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.

Un modelo insostenible

El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.

En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.

A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.

El costo de no reformar

La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público

El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.

Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.

Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye

Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.

Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa. 

Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.

La reforma del Estado

La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.

Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales. 

Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.

En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:

  • Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
  • Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
  • Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
  • Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.

Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.

La pregunta entonces es:

¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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