Opinión
Biología, equidad y deporte: el debate que las mujeres no pueden perder
RESUMEN
El debate sobre la participación de atletas transgénero en el deporte femenino ha vuelto al centro de atención en Estados Unidos tras el triunfo de una adolescente trans en un campeonato estatal. Es innegable la necesidad de que las personas trans sean tratadas con la dignidad y el respeto que merecen; no obstante, la inclusión no puede construirse a costa de ignorar realidades biológicas que afectan la justicia competitiva.
En los últimos días, Estados Unidos ha vuelto a convertirse en el centro de un debate que no debe postergarse: la participación de atletas transgénero en competiciones deportivas femeninas. El detonante más reciente ha sido el caso de AB Hernández, adolescente trans que ganó medallas de oro en salto de altura y triple salto en el Campeonato Estatal de California. Como era previsible, las redes sociales estallaron, los medios polarizaron y los argumentos emocionales se sobrepusieron, una vez más, a la razón basada en ciencia.
No pretendo con estas líneas realizar una crítica a la identidad trans ni elaborar una nota conservadora disfrazada de análisis. Sencillamente expreso lo que pienso, como lo hago cada vez que escribo. Las personas trans merecen pleno respeto, protección contra la discriminación y una sociedad donde puedan desarrollarse en libertad. Pero una cosa es proteger derechos individuales y otra muy distinta es ignorar realidades biológicas que afectan la equidad competitiva. Y en el deporte, la biología —aunque muchos pretendan silenciarla— sigue teniendo la última palabra.
La evidencia que no se quiere ver
Comencemos por los hechos. Existen diferencias fisiológicas claras, documentadas y persistentes entre hombres y mujeres, incluso después de años de terapia hormonal.
Estudios científicos revisados por pares, como los de Hilton & Lundberg (2021) o Harper et al. (2021), coinciden en que la masa muscular, la fuerza y la potencia aeróbica disminuyen en mujeres trans después de 12 a 36 meses de terapia de reemplazo hormonal, pero no desaparecen. Por ejemplo, tras un año de tratamiento, se pierde entre un 5% y 10% de masa muscular únicamente —una reducción insuficiente para igualar las capacidades físicas de una mujer cisgénero promedio.
Más aún, la densidad ósea, el tamaño de los pulmones, la longitud de los brazos y otros atributos derivados de la pubertad masculina no se revierten con hormonas. Estas diferencias, que otorgan ventajas físicas sustantivas, se mantienen.
Y en el deporte, pequeñas diferencias hacen grandes diferencias.
¿Y qué dice el rendimiento? Veamos los datos. En atletismo, los récords masculinos superan a los femeninos en un 10% a 20%. En halterofilia, las diferencias pueden llegar al 30%. En natación —donde el caso de Lia Thomas conmocionó al circuito universitario— los tiempos de los hombres son entre un 10% y 12% más rápidos que los del género femenino. Thomas, quien compitió como hombre durante tres años y luego se coronó campeona nacional en categoría femenina en 2022, no hizo más que evidenciar que la teoría de la “igualdad tras las hormonas” no se sostiene.
La trampa de la corrección política
La reacción de muchas federaciones e instituciones ante esta evidencia ha sido tibia o francamente evasiva. El Comité Olímpico Internacional (COI), por ejemplo, delegó en cada federación la responsabilidad de definir sus criterios. Bajo el disfraz de una inclusión sin conflicto, el COI se lavó las manos en uno de los temas más complejos de la historia del deporte moderno.
Sin embargo, algunas organizaciones han comenzado a reaccionar. World Athletics, la entidad que regula el atletismo a nivel mundial, prohibió en 2023 la participación de mujeres transgénero que hayan pasado la pubertad masculina. World Aquatics (antes FINA) hizo lo propio en natación. La NCAA, que durante años adoptó una postura ambigua, finalmente en 2025 alineó su reglamento con las normas federales en EE. UU., restringiendo la participación femenina a quienes nacieron biológicamente mujeres.
Estas medidas no son un acto de discriminación, sino de igualdad de oportunidades. No hay igualdad posible si se permite que una categoría pensada para compensar las diferencias físicas entre sexos biológicos sea invadida por cuerpos que —por muy legítimas que sean sus identidades— conservan ventajas significativas sobre sus competidoras.
¿Dónde queda la mujer?
El feminismo deportivo, que históricamente luchó por espacios y reconocimiento, se encuentra en un punto de contradicción. Muchas de sus voceras temen hablar, no por falta de argumentos, sino por miedo a ser canceladas. Pero ¿de qué sirve haber conquistado derechos deportivos si ahora deben competir en desigualdad?
Las niñas y mujeres que entrenan desde pequeñas con la ilusión de destacar en sus disciplinas merecen un campo de juego justo. No están pidiendo privilegios, sino justicia. No se trata de excluir a nadie de la práctica deportiva, sino de proteger las categorías femeninas de la colonización ideológica que pretende sustituir la biología por la autopercepción.
La inclusión no puede construirse sobre la negación de la realidad. Si las categorías femeninas se disuelven en función de la identidad autopercibida, serán las mujeres —una vez más— quienes paguen el costo.
El argumento de la transición temprana
Algunos argumentan que si la transición ocurre antes de la pubertad, las ventajas desaparecen. Y es cierto que quienes bloquean la testosterona a edades muy tempranas pueden no desarrollar las ventajas mencionadas. Pero esto abre un nuevo dilema ético: ¿deberíamos condicionar el acceso al deporte femenino a intervenciones hormonales en niños de 11 o 12 años, sin la madurez necesaria para tomar decisiones tan radicales?
El deporte no puede ni debe incentivar tratamientos invasivos en menores solo para encajar en una categoría. Sería un sinsentido que, para ser “justas”, las “niñas” trans tuvieran que someterse a tratamientos hormonales a edades cada vez más tempranas. En el afán de resolver una desigualdad, estaríamos creando otra mucho más peligrosa.
El respeto no puede ser selectivo
Hablar de estos temas es difícil. Pero el silencio, cuando hay verdades incómodas que afectan a miles de deportistas, es complicidad.
Defender el deporte femenino no es transfobia. Es sentido común basado en datos.
Las personas trans deben tener espacios para competir, desarrollarse y ser reconocidas. Y eso puede lograrse sin sacrificar la equidad de las mujeres. La creación de categorías abiertas, mixtas o incluso específicas para atletas trans podría ser una alternativa viable. Pero lo que no puede ser aceptable es que una categoría pensada para proteger a las mujeres sea desmantelada en nombre de otra causa.
Lo que está en juego
Hoy no discutimos si las personas trans merecen dignidad. Esa discusión ya está saldada: la respuesta es sí, sin matices. Lo que debatimos es si la categoría femenina seguirá existiendo como espacio de protección para quienes —por razones biológicas— no podrían competir de igual a igual con hombres.
Si las atletas transgénero con ventajas físicas residuales siguen ganando en categorías femeninas, lo que está en juego no es un trofeo: es la credibilidad del deporte. Y más aún: es la idea misma de equidad, de justicia, de competencia leal.
Los hechos están sobre la mesa. Negarlos por miedo a ser políticamente incorrectos no es empatía; es cobardía.
Defender el derecho de las mujeres a competir en igualdad de condiciones no es exclusión; es dignidad.
Y esa dignidad —biológica, ética y deportiva— no puede, ni debe, ser negociada.
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