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La farsa institucional en Venezuela: un grito contra la dictadura de Maduro

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RESUMEN

La toma de posesión de Nicolás Maduro tiene una aparente legitimidad sólo dentro del lugar donde se celebró. Alejados de los discursos, la escenografía y la claque, ese halo de legalidad se desvanece rápido y resulta obvio que lo que se festeja es la permanencia en el poder a toda costa. Fuera de las fronteras de Venezuela, percibir esta ceremonia como lo que realmente es, se hace aún más común entre los distintos gobiernos y, desde la comunidad internacional, hay acciones que deben ejercerse para que esta farsa no continúe impunemente.


La ceremonia de investidura del dictador venezolano Nicolás Maduro, ocurrida el 10 de enero de 2025, es un triste recordatorio de cómo un régimen autoritario puede manipular las instituciones para perpetuarse en el poder. Este acto, que se llevó a cabo bajo un manto de ilegitimidad, representa la consolidación de un proyecto autocrático que se fundamenta en el fraude electoral, la represión brutal de la disidencia y la negación de los derechos humanos más básicos. 

Resulta alarmante observar cómo, tras años de crisis política y humanitaria, el régimen de Maduro logra sostener su poder gracias a un complejo entramado de corrupción y complicidades que, pese al creciente aislamiento internacional, le permite continuar oprimiendo a su pueblo. 

En lo personal sueño con verlo salir, pero como dice el dicho “boca arriba y con los pies por delante”.

Desde una perspectiva internacional, cada vez son más los gobiernos y organismos multilaterales que desconocen la legitimidad de este nuevo mandato. Los pronunciamientos de nuestro país (muy oportunos, por cierto) y países como Estados Unidos, varias naciones de la Unión Europea y numerosos gobiernos latinoamericanos —incluidos líderes progresistas y de izquierda como Gabriel Boric de Chile y Bernardo Arévalo de Guatemala— señalan la gravedad de la situación: estamos ante una dictadura que viola sistemáticamente la voluntad popular y asfixia a quienes levantan la voz en su contra. 

Lamento mucho la actitud complaciente de México, donde, Claudia Sheinbaum, la primera mujer presidente de ese país, decidió hacerse la tonta y darle la espalda a María Corina Machado. Sobre los gobernantes que apoyan a Maduro, ni para qué referirse, son los mismos impresentables de siempre. 

La condena moral de la comunidad internacional no basta. La impunidad con la que opera el régimen solo puede frenarse con acciones coordinadas, vigorosas y persistentes que hagan sentir el peso de la presión global.

Para profundizar en la realidad venezolana, debemos abordar el desastre económico y humanitario que ha sumido a millones de personas en condiciones de pobreza extrema. Mientras la cúpula del régimen se enriquece con la corrupción y el manejo indiscriminado de los recursos del Estado, la población enfrenta escasez de alimentos, falta de medicamentos esenciales y una hiperinflación galopante que destruye por completo el poder adquisitivo. La consecuencia de esta crisis es un éxodo masivo de venezolanos que buscan en otros países una oportunidad de vida digna, generando tensiones migratorias y repercusiones en toda la región.

El panorama en Venezuela ya no es solo una preocupación local, sino un asunto que compete a la comunidad internacional. La inestabilidad política en la región y la amenaza a la democracia en el hemisferio son factores que obligan a las naciones comprometidas con la libertad y los derechos humanos a intervenir con mayor decisión.

En ese sentido, considero que las siguientes acciones deben constituir la columna vertebral de una respuesta más sólida de la comunidad internacional:

  1. Aumento de la presión diplomática: La retirada de embajadores, la suspensión de relaciones diplomáticas y la exclusión de Venezuela de organismos internacionales, hasta que se restablezca la democracia, envían un mensaje inequívoco de repudio y aislamiento.
  2. Apoyo efectivo a la oposición democrática: Es esencial brindar respaldo político y financiero a las fuerzas opositoras y organizaciones civiles que se juegan la vida defendiendo la libertad. Además, es indispensable garantizar su acceso a foros internacionales y su protección contra persecuciones y represalias.
  3. Mediación internacional creíble: El diálogo con Maduro, sin presión real, ha sido inútil. No obstante, un proceso de negociación firme, con la mediación de actores imparciales y el acompañamiento de potencias internacionales, podría abrir las puertas a una transición democrática.  Costa Rica podría tomar la bandera de esta mediación. Su tradición democrática es la mejor carta de presentación.
  4. Fortalecimiento de sanciones dirigidas: Mientras las sanciones económicas generales tienden a repercutir en la población más vulnerable, los castigos selectivos dirigidos a la élite chavista y a sus familiares pueden resultar más efectivos. Congelamiento de activos, prohibición de ingreso a países democráticos y otras acciones concretas deben enfocarse en los responsables directos de la represión y el saqueo de la riqueza nacional, aumentando su costo político y económico.

Estas propuestas, desde luego, no representan una fórmula mágica ni garantizan resultados inmediatos. Sin embargo, cualquier estrategia viable hacia la restauración de la democracia en Venezuela exige voluntad política y un compromiso firme de la comunidad internacional. 

Resulta inaceptable quedarse en la neutralidad o la resignación. El pueblo venezolano merece algo mejor que el silencio cómplice. Sabemos que los regímenes autoritarios prosperan cuando sus crímenes pasan inadvertidos o se minimizan por conveniencia. Hoy es Venezuela, pero mañana puede ser cualquier otra nación que caiga en manos de un tirano y experimente el mismo círculo vicioso de terror y miseria.

El objetivo último debe ser la celebración de elecciones libres, transparentes y supervisadas internacionalmente, en las que el pueblo venezolano pueda ejercer su voluntad sin temor a represalias. Para alcanzarlo, se deben sentar bases sólidas a través de la liberación de presos políticos, el cese de la represión y la restitución de los poderes al Parlamento legítimo. Cualquier salida negociada que ignore estos puntos esenciales carece de seriedad y solo prolonga la agonía colectiva.

Desconocer la dictadura de Maduro es solo el primer paso; ahora toca actuar con determinación para que la justicia, la paz y la libertad retornen a un país que clama ayuda a gritos. 

La historia no perdonará a quienes, teniendo la oportunidad de frenar el avance de un régimen autoritario, optaron por la indiferencia o por un cómodo silencio.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

Jorge Dengo Rosabal, Ex-Diputado. Abogado por la Universidad Escuela Libre de Derecho, MBA con énfasis en finanzas y mercadeo por la Universidad Latina, Máster en Derecho la Competencia por la Universidad de Melbourne, Australia; Experto en Derecho de Competencia por la Universidad Carlos III, España y especialista en análisis de políticas públicas por London School of Economics

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Opinión

Biología, equidad y deporte: un debate ineludible

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RESUMEN

El debate sobre la participación de atletas transgénero en el deporte femenino ha vuelto al centro de atención en Estados Unidos tras el triunfo de una adolescente trans en un campeonato estatal. Es innegable la necesidad de que las personas trans sean tratadas con la dignidad y el respeto que merecen; no obstante, la inclusión no puede construirse a costa de ignorar realidades biológicas que afectan la justicia competitiva.


En los últimos días, Estados Unidos ha vuelto a convertirse en el centro de un debate que no debe postergarse: la participación de atletas transgénero en competiciones deportivas femeninas. El detonante más reciente ha sido el caso de AB Hernández, adolescente trans que ganó medallas de oro en salto de altura y triple salto en el Campeonato Estatal de California. Como era previsible, las redes sociales estallaron, los medios polarizaron y los argumentos emocionales se sobrepusieron, una vez más, a la razón basada en ciencia.

No pretendo con estas líneas realizar una crítica a la identidad trans ni elaborar una nota conservadora disfrazada de análisis. Sencillamente expreso lo que pienso, como lo hago cada vez que escribo. Las personas trans merecen pleno respeto, protección contra la discriminación y una sociedad donde puedan desarrollarse en libertad. Pero una cosa es proteger derechos individuales y otra muy distinta es ignorar realidades biológicas que afectan la equidad competitiva. Y en el deporte, la biología —aunque muchos pretendan silenciarla— sigue teniendo la última palabra.

La evidencia que no se quiere ver

Comencemos por los hechos. Existen diferencias fisiológicas claras, documentadas y persistentes entre hombres y mujeres, incluso después de años de terapia hormonal. 

Estudios científicos revisados por pares, como los de Hilton & Lundberg (2021) o Harper et al. (2021), coinciden en que la masa muscular, la fuerza y la potencia aeróbica disminuyen en mujeres trans después de 12 a 36 meses de terapia de reemplazo hormonal, pero no desaparecen. Por ejemplo, tras un año de tratamiento, se pierde entre un 5% y 10% de masa muscular únicamente —una reducción insuficiente para igualar las capacidades físicas de una mujer cisgénero promedio.

 Más aún, la densidad ósea, el tamaño de los pulmones, la longitud de los brazos y otros atributos derivados de la pubertad masculina no se revierten con hormonas. Estas diferencias, que otorgan ventajas físicas sustantivas, se mantienen. 

Y en el deporte, pequeñas diferencias hacen grandes diferencias.

¿Y qué dice el rendimiento? Veamos los datos. En atletismo, los récords masculinos superan a los femeninos en un 10% a 20%. En halterofilia, las diferencias pueden llegar al 30%. En natación —donde el caso de Lia Thomas conmocionó al circuito universitario— los tiempos de los hombres son entre un 10% y 12% más rápidos que los del género femenino. Thomas, quien compitió como hombre durante tres años y luego se coronó campeona nacional en categoría femenina en 2022, no hizo más que evidenciar que la teoría de la “igualdad tras las hormonas” no se sostiene.

La trampa de la corrección política

La reacción de muchas federaciones e instituciones ante esta evidencia ha sido tibia o francamente evasiva. El Comité Olímpico Internacional (COI), por ejemplo, delegó en cada federación la responsabilidad de definir sus criterios. Bajo el disfraz de una inclusión sin conflicto, el COI se lavó las manos en uno de los temas más complejos de la historia del deporte moderno.

Sin embargo, algunas organizaciones han comenzado a reaccionar. World Athletics, la entidad que regula el atletismo a nivel mundial, prohibió en 2023 la participación de mujeres transgénero que hayan pasado la pubertad masculina. World Aquatics (antes FINA) hizo lo propio en natación. La NCAA, que durante años adoptó una postura ambigua, finalmente en 2025 alineó su reglamento con las normas federales en EE. UU., restringiendo la participación femenina a quienes nacieron biológicamente mujeres.

Estas medidas no son un acto de discriminación, sino de igualdad de oportunidades. No hay igualdad posible si se permite que una categoría pensada para compensar las diferencias físicas entre sexos biológicos sea invadida por cuerpos que —por muy legítimas que sean sus identidades— conservan ventajas significativas sobre sus competidoras.

¿Dónde queda la mujer?

El feminismo deportivo, que históricamente luchó por espacios y reconocimiento, se encuentra en un punto de contradicción. Muchas de sus voceras temen hablar, no por falta de argumentos, sino por miedo a ser canceladas. Pero ¿de qué sirve haber conquistado derechos deportivos si ahora deben competir en desigualdad?

Las niñas y mujeres que entrenan desde pequeñas con la ilusión de destacar en sus disciplinas merecen un campo de juego justo. No están pidiendo privilegios, sino justicia. No se trata de excluir a nadie de la práctica deportiva, sino de proteger las categorías femeninas de la colonización ideológica que pretende sustituir la biología por la autopercepción.

La inclusión no puede construirse sobre la negación de la realidad. Si las categorías femeninas se disuelven en función de la identidad autopercibida, serán las mujeres —una vez más— quienes paguen el costo.

El argumento de la transición temprana

Algunos argumentan que si la transición ocurre antes de la pubertad, las ventajas desaparecen. Y es cierto que quienes bloquean la testosterona a edades muy tempranas pueden no desarrollar las ventajas mencionadas. Pero esto abre un nuevo dilema ético: ¿deberíamos condicionar el acceso al deporte femenino a intervenciones hormonales en niños de 11 o 12 años, sin la madurez necesaria para tomar decisiones tan radicales?

El deporte no puede ni debe incentivar tratamientos invasivos en menores solo para encajar en una categoría. Sería un sinsentido que, para ser “justas”, las “niñas” trans tuvieran que someterse a tratamientos hormonales a edades cada vez más tempranas. En el afán de resolver una desigualdad, estaríamos creando otra mucho más peligrosa.

El respeto no puede ser selectivo

Hablar de estos temas es difícil. Pero el silencio, cuando hay verdades incómodas que afectan a miles de deportistas, es complicidad

Defender el deporte femenino no es transfobia. Es sentido común basado en datos.

Las personas trans deben tener espacios para competir, desarrollarse y ser reconocidas. Y eso puede lograrse sin sacrificar la equidad de las mujeres. La creación de categorías abiertas, mixtas o incluso específicas para atletas trans podría ser una alternativa viable. Pero lo que no puede ser aceptable es que una categoría pensada para proteger a las mujeres sea desmantelada en nombre de otra causa.

Lo que está en juego

Hoy no discutimos si las personas trans merecen dignidad. Esa discusión ya está saldada: la respuesta es sí, sin matices. Lo que debatimos es si la categoría femenina seguirá existiendo como espacio de protección para quienes —por razones biológicas— no podrían competir de igual a igual con hombres.

Si las atletas transgénero con ventajas físicas residuales siguen ganando en categorías femeninas, lo que está en juego no es un trofeo: es la credibilidad del deporte. Y más aún: es la idea misma de equidad, de justicia, de competencia leal.

Los hechos están sobre la mesa. Negarlos por miedo a ser políticamente incorrectos no es empatía; es cobardía

Defender el derecho de las mujeres a competir en igualdad de condiciones no es exclusión; es dignidad.

Y esa dignidad —biológica, ética y deportiva— no puede, ni debe, ser negociada.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.

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Opinión

Deuda con la CCSS: reflejo de un sistema inviable

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RESUMEN

La deuda del Estado con la CCSS no es solo un problema financiero: es el reflejo de un modelo desbordado que requiere decisiones políticas valientes. Urge una reforma que no se limite a pagar montos en disputa, sino que rediseñe reglas, responsabilidades y prioridades. Costa Rica no puede seguir postergando este debate sin arriesgar su sistema de salud y su legitimidad institucional.


La deuda del Estado costarricense con la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) ha dejado de ser una anomalía presupuestaria para convertirse en un problema estructural, político e institucional que cuestiona la viabilidad del modelo de seguridad social. Se cree que este pasivo supera hoy los ₡3,5 billones, aproximadamente un 7 % del PIB nacional, con un crecimiento exponencial en la última década.

Este incremento de papel no es un accidente ni un rezago contable: es la evidencia de un sistema que genera obligaciones que ni el Estado puede cumplir ni el modelo actual contener.

Para ponerlo en perspectiva: en 2008 la deuda estatal con la CCSS rondaba los ₡348.000 millones. Hoy, apenas 15 años después, se ha multiplicado casi por diez. Este dato, por sí solo, debería encender todas las alarmas en el Ministerio de Hacienda, en la Asamblea Legislativa y en la opinión pública. No es solo que la supuesta deuda no se haya pagado; es que ha seguido acumulándose sin control, sin reglas claras y sin un mecanismo transparente de conciliación entre lo que la CCSS reclama y lo que el Estado reconoce.

El problema, sin embargo, no es solo de cifras. Es de diseño.

La estructura legal y financiera de la seguridad social costarricense se basa en una lógica de solidaridad tripartita: patronos, trabajadores y Estado. Pero, en la práctica, esta arquitectura se ha vuelto insostenible. El Estado no ha financiado adecuadamente los programas que, por ley, está obligado a cubrir. Entre ellos se encuentran: el aseguramiento de niños, personas con VIH, mujeres embarazadas adolescentes, adultos mayores, privados de libertad, estudiantes y otros grupos en condición de vulnerabilidad. Cada nueva cobertura —impulsada muchas veces por leyes bienintencionadas— ha sido aprobada sin definir cómo se financiará, trasladando de facto la carga a la CCSS.


¿Qué tan legítima es la deuda?


Esa es la pregunta que muchos evitan. ¿Se trata verdaderamente de un pasivo exigible, con sustento contable, legal y presupuestario? La respuesta es más compleja de lo que la narrativa simplificada suele admitir. La CCSS sostiene que el Estado debe asumir su parte en el financiamiento de programas de cobertura universal. Y tiene razón: así lo establece el marco legal, desde la Constitución hasta leyes secundarias y fallos judiciales.

Sin embargo, el Ministerio de Hacienda ha señalado reiteradamente que muchos de los montos reclamados no han sido auditados adecuadamente; que hay superposiciones, errores de registro y cifras infladas. El Poder Ejecutivo ha llegado incluso a desafiar a la CCSS a demostrar, con claridad documental, que el Estado efectivamente debe esos montos. ¿Y si tiene razón?

El punto no es negar que el Estado tenga obligaciones con la seguridad social. El punto es que si la CCSS reclama una deuda de esta magnitud, debería presentar una contabilidad rigurosa, alineada con normas internacionales del sector público, y someterla a verificación externa.

No puede sostenerse un modelo de financiamiento sobre cifras en disputa, y menos aún si equivalen al 7 % del PIB. El principio de solidaridad no es un cheque en blanco y no puede sustituir la necesidad de rendición de cuentas y transparencia.

Por otra parte, la falta de un mecanismo de conciliación permanente entre la CCSS y el Ministerio de Hacienda ha permitido que esta deuda crezca sin freno. Las comisiones interinstitucionales creadas en el pasado han sido ineficientes, los convenios de pago son fragmentarios y políticamente negociados, y no existe una política fiscal de largo plazo que incorpore estas obligaciones dentro del marco de responsabilidad fiscal. De hecho, mientras el país se esfuerza por cumplir metas con el FMI y reducir el déficit fiscal, la deuda con la CCSS permanece como una bomba de tiempo fuera del balance oficial.

Y aquí se abre otra interrogante de fondo: ¿Debe el Estado pagar la deuda a cualquier costo? Desde una óptica fiscalista, la respuesta inmediata es no. No si eso implica sacrificar servicios esenciales, aumentar impuestos de forma regresiva o comprometer la estabilidad macroeconómica. Desde una óptica social, la respuesta es más matizada: no pagar implica desfinanciar el sistema de salud pública, deteriorar la calidad de los servicios, perder talento médico y colapsar un modelo de atención primaria que ha sido referente internacional.

No obstante, insistir en que el Estado pague toda la deuda sin discutir si está bien calculada, si los mecanismos de asignación son eficientes y si la CCSS está usando bien los recursos, también es irresponsable. La transparencia y la eficiencia deben ser condiciones, no consecuencias posteriores, de cualquier plan de pago.

No basta con pagar: hay que reformar

Por eso, lo que urge no es un nuevo giro millonario ni un ajuste cosmético. Urge una reestructuración integral del modelo de seguridad social y su financiamiento. Esta reforma debe contemplar:

  • Un mecanismo de conciliación y auditoría independiente que permita determinar con exactitud qué se debe, por qué se debe y cómo se puede pagar.
  • La consolidación de una política fiscal de largo plazo, que incorpore las obligaciones del Estado con la CCSS en el Marco Fiscal de Mediano Plazo, con metas claras, plazos realistas y fuentes sostenibles de financiamiento.
  • Una revisión del modelo de cobertura, estableciendo límites, prioridades y reglas claras para incorporar nuevos grupos, asegurando que toda ampliación de derechos venga acompañada de los recursos respectivos.
  • Un rediseño de la gobernanza institucional de la CCSS, con mayor representación técnica, independencia y evaluación de resultados, evitando la captura política o sectorial de su Junta Directiva.
  • La diversificación de fuentes de financiamiento, incluyendo contribuciones de nuevos sectores económicos, aprovechamiento de concesiones, impuestos a externalidades negativas o contribuciones vinculados al valor agregado en cadenas de servicios.
  • La flexibilización de las bases contributivas y la reducción de tarifas (como recomienda la OCDE) para incentivar la formalidad.

No se trata de debilitar la CCSS. Se trata de salvarla de un colapso anunciado.

El modelo que nos dio estabilidad, salud y cohesión social en el siglo XX no está diseñado para las demandas demográficas, laborales y fiscales del siglo XXI. Y postergar esta discusión, disfrazándola de debate contable, es una forma sutil de destruirlo.

El país necesita madurez política para enfrentar esta realidad. Y el primer paso es dejar de romantizar la deuda con la CCSS como si fuera un acto de injusticia social perpetua. Lo que tenemos es un modelo institucional disfuncional, una deuda que no puede seguir creciendo indefinidamente y una obligación compartida de rediseñar nuestro contrato social.

En este momento, lo que está en juego no es una cifra. Es el futuro del sistema de salud pública, la credibilidad del Estado y la capacidad de Costa Rica para sostener una sociedad basada en derechos. Y si no tenemos el coraje de reformarlo, lo vamos a perder todo: la solvencia, la Caja y la confianza.


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Jueces a la carta: ¿seguirá Costa Rica el ejemplo mexicano?

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RESUMEN

Cuando se permite que la política controle la justicia, la impunidad deja de ser una excepción y se vuelve norma. México ya dio ese paso; Costa Rica aún tiene la oportunidad de evitarlo. El problema no es solo cómo se eligen los jueces, sino quién rinde cuentas, quién decide, y con base en qué criterios. Mientras no enfrentemos los privilegios, las reelecciones automáticas, y los conflictos de interés en el sistema judicial, seguiremos atrapados en un modelo que protege al poder, no a los ciudadanos.


México implementó recientemente un cambio profundo en la forma en que se elegirá, en adelante, a los jueces; una decisión que ha generado críticas internas y externas, por sus posibles implicaciones en la independencia judicial.

Lejos de ser el resultado de un clamor ciudadano, esta reforma responde al deseo de una parte específica de la clase política mexicana —la del izquierdista partido Morena— que busca consolidar su control sobre los poderes del Estado, desoyendo las voces que exigen una justicia imparcial y transparente.

A pesar de su orgullosa trayectoria republicana, Costa Rica no está exenta de ese riesgo. 

De manera que, si lo ocurrido en México no se discute a tiempo, ni se corrigen las causas que lo originaron, podríamos enfrentar un escenario donde la democracia y el Estado de derecho se debiliten considerablemente.

Consecuencias de una justicia manipulada

La reforma ocurrida en México, que otorga a la esfera política gobernante un mayor control sobre la elección de los jueces, refleja un problema más profundo: la impunidad, tanto administrativa como política

En la medida en que el poder para elegir a los jueces se concentre en manos de los gobernantes, el sistema judicial corre el riesgo de convertirse en un mero instrumento para servir a sus intereses, y perpetuar esta situación.

Es así como los jueces, que deberían ser la última línea de defensa de los ciudadanos frente a los abusos de poder, pueden acabar siendo seleccionados por su lealtad política hacia el gobernante de turno y no por su idoneidad

El resultado de ello sería un ciclo vicioso en el que los delitos administrativos o políticos, cometidos desde el poder, queden impunes, fomentando más corrupción e injusticia en contra de los gobernados.

Reducir los requisitos a simplemente ser abogado, y delegar en la ciudadanía la elección de la persona idónea para ejercer el cargo —considerando los resultados de otros puestos de elección popular donde se prioriza la simpatía o el beneficio inmediato— no augura un futuro prometedor al sistema judicial mexicano.

El espejo costarricense

En Costa Rica, aunque el método de selección de los jueces es distinto al sistema recientemente adoptado en México, la sombra de la politización y los conflictos de interés no le son ajenos. 

La falta de consecuencias reales para quienes cometen actos de corrupción, y el tráfico de influencias en la designación de puestos clave, crean un ambiente donde la justicia no siempre es equitativa.

Tampoco ayuda la posibilidad de que existan cargos vitalicios en las magistraturas, y el hecho de que en la Comisión de Nombramientos de la Asamblea Legislativa puedan inclinar la balanza aspectos tan subjetivos como una entrevista.

La ciudadanía percibe un sistema judicial que, en muchos casos, no responde a sus necesidades, y parece proteger a quienes tienen conexiones políticas o poder económico; y, aunque el sistema judicial costarricense ha gozado históricamente de mayor autonomía, ya se evidencian signos de agotamiento que parecieran ser ignorados por quienes están a su mando.

Lecciones y oportunidades

El paralelismo entre México y Costa Rica no es casual. En ambos países, los problemas de justicia e impunidad son el resultado de una clase política que antepone sus intereses a las demandas ciudadanas.

Cuando la justicia no es equitativa, se desmantela la confianza en las instituciones, lo que puede derivar en una proliferación de delitos sin castigo y, en consecuencia, en una crisis de gobernabilidad

La corrupción y la distribución de cargos entre allegados se vuelven parte del sistema, mientras que las reformas que podrían mejorar la forma de impartir justicia son ignoradas o postergadas indefinidamente.

En ese sentido, el Informe del Estado de la Justicia en Costa Rica señaló varios puntos críticos que deben atenderse para evitar el deterioro del sistema judicial. Entre sus principales recomendaciones destaca la separación entre la parte administrativa y la judicial, cosa que no sucede en la actualidad, ya que la Corte Suprema de Justicia asume ambos roles, lo que genera conflictos de interés y una gestión ineficiente.

Al transferir la administración a un ente autónomo, la Corte podría enfocarse exclusivamente en impartir justicia, mejorando tanto su capacidad técnica como su transparencia administrativa.

Otra propuesta clave es la implementación de evaluaciones periódicas y transparentes para los jueces, algo que ha sido limitado y poco efectivo hasta ahora. 

En paralelo, el informe también sugiere la creación de mecanismos de auditoría externa y control ciudadano en relación con el sistema judicial, medidas que incrementarían la confianza pública.

Si Costa Rica no adopta estas recomendaciones e ignora las demandas ciudadanas de reforma, enfrentará lamentablemente el mismo riesgo que México: un sistema judicial bajo el control político que perpetúa la corrupción y la impunidad. Ante este panorama, es necesario actuar con firmeza.

¿Qué podemos hacer?

Es urgente implementar reformas que fortalezcan la independencia judicial, fomentando que los jueces sean seleccionados por su capacidad técnica y ética, y no por sus conexiones políticas.

Al mismo tiempo, es necesario crear mecanismos de participación ciudadana reales, para que las voces de quienes exigen justicia no sean ignoradas.

Pareciera indispensable proponer una reforma constitucional que limite la reelección de los magistrados, situación que actualmente se produce de manera casi automática, pues se requieren 38 votos en contra, algo prácticamente imposible debido a la conformación de la Asamblea Legislativa.

Dado que las reformas constitucionales son lentas, sería conveniente que la Asamblea Legislativa adoptara un acuerdo para no reelegir a nadie más a partir de ahora, permitiendo así la renovación necesaria. Gente con nuevas ideas y perspectivas es crucial si queremos aspirar a una justicia pronta y cumplida.

Tras décadas con las mismas personas al mando, lo que tenemos es ineficiencia, desorden, abusos e intereses creados. Continuar por el mismo camino no producirá resultados distintos.

También se podría considerar limitar el mandato a un solo periodo de 12 años. Y, por supuesto, eliminar las puertas giratorias, ya que, de lo contrario, continuaremos fomentando las malas prácticas que nos tienen donde estamos.

Resulta esencial revisar los criterios de la Comisión de Nombramientos, ya que aspectos tan subjetivos como una entrevista no deberían ser determinantes para una elección de esta naturaleza. Habría que priorizar criterios técnicos como el tiempo de respuesta, el trabajo en equipo, la cantidad de trámites resueltos y, sobre todo, la calidad de las resoluciones.

Costa Rica, al igual que México, debe resistir la tentación de caer en una justicia manipulada desde el poder político; pero, para ello, debemos asegurarnos de que el sistema funcione para todos y no solo para unos pocos.

La falta de independencia judicial y la corrupción amenazan la estabilidad de cualquier país: ¿estamos dispuestos a ignorar estas señales o tomaremos acciones antes de que sea demasiado tarde?


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