Política
Regular precios de medicamentos: el camino a la escasez

RESUMEN
Una propuesta actual sobre regulación de precios de medicamentos busca mejorar la competencia pero podría, sin un estudio técnico detallado, replicar errores del pasado y afectar el acceso a tratamientos esenciales. La legislación se debe basar en análisis profundos y evitar populismos que comprometan la salud y bienestar de la población.En los laberintos de la legislación, incluso las mejores intenciones pueden traducirse en resultados contraproducentes. Como reza el dicho:
“El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”
Esto se evidencia en legislaciones como la Ley de Usura, la cual, a pesar de buscar proteger a los consumidores del cobro de intereses excesivos, terminó excluyendo a miles de personas del sistema financiero. Es probable que los legisladores de entonces, convencidos por argumentos populistas y sin un análisis técnico profundo, no anticiparan que distorsionaría al mercado financiero.
Este tipo de regulación que busca intervenir en el mercado, según el artículo 5 de la ley 7472 (Ley de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor), debería ser excepcional y siempre temporal, dados los efectos adversos potenciales para los consumidores que, en este caso, fueron dramáticamente negativos.
Repitiendo la historia
En la antesala del populismo legislativo actualmente se discute un proyecto de ley bajo el expediente legislativo No. 23.234, con un nombre muy atractivo: “LEY DE FOMENTO Y PROMOCIÓN DE LA COMPETENCIA EN EL MERCADO DE MEDICAMENTOS”.
Probablemente se preguntarán ¿qué podría tener de malo promover la competencia en el mercado de los medicamentos si en Costa Rica es bien sabido que éstos son carísimos? La respuesta a esa pregunta es… NADA. Efectivamente toda medida que promueva una competencia efectiva debería ser incentivada puesto que, al final del camino, beneficia a los consumidores.
Sin embargo, como sucedió con la Ley de Usura, esta propuesta de ley engancha solo con el nombre ya que en el fondo tiene disposiciones que, aunque bien intencionadas, podrían resultar nefastas para el consumidor.
En varios de sus aspectos, el proyecto parece cumplir su promesa de fomentar la competencia:
- Mejora la información para los pacientes.
- Permite la intercambiabilidad de medicamentos bioequivalentes.
- Acelera la homologación de registros sanitarios para aquellos medicamentos aprobados por entidades de renombre mundial.
- Propone un observatorio de precios para informar a los consumidores dónde pueden encontrar medicamentos más económicos.
No obstante, estas medidas requieren un escrutinio cuidadoso, especialmente el observatorio de precios, que podría inadvertidamente facilitar la colusión y el establecimiento de precios uniformes inflados entre competidores, en lugar de fomentar una competencia real.
Por otra parte, en mi criterio, el problema más grave de la propuesta es la introducción de un mecanismo para la regulación de precios. Quisiera en este sentido ser sumamente claro de que no defiendo ni abogo en forma alguna por la industria farmacéutica. Sin embargo, como especialista en derecho de la competencia, me parece de suma importancia estudiar a fondo la estructura del mercado de las medicinas con el fin de determinar si hay prácticas, entre los importadores, que podrían resultar violatorias de la competencia, y por tanto encarecer los productos para los costarricenses.
No puedo afirmar nada porque, precisamente, a la fecha no ha habido un estudio confiable que presente claramente como operan las dinámicas en este mercado. En este sentido, tengo entendido que la Comisión para Promover la Competencia está iniciando un estudio en esta materia, el cual permitiría tomar decisiones con base en criterios técnicos.
Sin embargo, el populismo siempre hace más ruido y, en el caso de la propuesta de ley en análisis, aún más. De hecho, los proponentes lograron convencer en forma errónea a la mayoría de los diputados de la comisión de asuntos económicos de la Asamblea Legislativa que “la regulación de precios de los medicamentos se realizará mediante la metodología utilizada por los países miembros de la OCDE, que permita obtener un precio referencia a los medicamentos que ingresen al país. Para esto la Comisión Nacional de Precios de Medicamentos, deberá solicitar dicha colaboración a la OCDE, con el fin de que se realicen los estudios correspondientes que permitan definir un precio de referencia”.
Resulta que, por esas cosas de la vida, en dos de mis especializaciones en derecho de competencia he tenido la suerte de ser alumno de la cabeza de la división de competencia económica de la OCDE y cuando pregunté por este tema, no solo quedé mal, sino que casi me retiran los títulos. En definitiva,
La OCDE nunca ha promocionado, patrocinado u organizado metodología alguna para la regulación de precios de los medicamentos.
Si acaso, todo lo contrario, ya que éstas son barreras a la competencia.
Cabe destacar que la regulación de precios, aunque atractiva en esta dinámica populista, a menudo resulta en desabastecimientos y en la reducción de la oferta de medicamentos esenciales.
Por ejemplo, en El Salvador, tras la implementación de una política similar, se observó una disminución en los precios de medicamentos comunes, pero también el retiro del mercado de tratamientos críticos. Medicamentos como Humira (adalimumab), utilizado para varias condiciones autoinmunes, y varios tratamientos para el cáncer como Rituxan (rituximab) y Zoladex (goserelin), fueron retirados del mercado salvadoreño debido a la inviabilidad económica que generó la fijación de precios.
Estos ejemplos deben ser una advertencia para Costa Rica.
La dependencia del país de medicamentos innovadores importados y la robusta industria local de genéricos no deben ponerse en riesgo por políticas que, aunque bien intencionadas, pueden tener efectos devastadores en la disponibilidad de tratamientos esenciales.
Antes de proceder con regulaciones de precios, es esencial que se realice un estudio técnico profundo con el fin de comprender la dinámica del mercado farmacéutico y asegurar que las medidas adoptadas no solo sean efectivas sino también prudentes.
En lugar de precipitarse a adoptar medidas populistas que podrían tener consecuencias duraderas y negativas, la Asamblea Legislativa debería esperar los resultados del estudio de la Comisión para Promover la Competencia. Este enfoque permitiría identificar y abordar cualquier práctica anticompetitiva sin comprometer la accesibilidad a medicamentos esenciales ni la sostenibilidad del sistema de salud.
En resumen, aunque la intención de reducir los costos de los medicamentos es loable, es crucial que las políticas implementadas no repitan los errores del pasado. La regulación de precios, especialmente en un sector tan crítico como el de la salud, debe manejarse con cautela extrema para evitar resultados adversos que podrían afectar la salud y el bienestar de la población costarricense.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Economía colaborativa: romper cadenas o quedar atrás

RESUMEN
La economía colaborativa no es una moda, es un cambio de era. Resistirse a ella por proteger modelos obsoletos solo posterga lo inevitable: la necesidad de adaptar nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras mentalidades a una realidad donde la tecnología y la voluntad ciudadana ya tomaron la delantera.
El día de ayer escribí en mis redes sociales la siguiente reflexión:
“Algunos empresarios y sectores siguen anclados en una visión del país que ya no existe, ignorando que hoy la gente exige algo distinto. Y si un negocio necesita un gobierno ‘amigo’ para ser rentable, tal vez nunca fue un buen negocio desde el principio.”
Esa reflexión la escribí a propósito, pensando en cómo el sector de transportes —principalmente los taxistas— ha rechazado los proyectos de ley que pretenden regularizar las plataformas de transporte colaborativo, y cómo el sector político tradicional, principalmente el Partido Liberación Nacional, se ha enfocado en proteger intereses sectoriales en lugar de pensar en la gente.
Esta resistencia no es casual ni menor; responde a un modelo económico arraigado en la protección estatal, en monopolios naturales o concesiones cerradas. Precisamente, esta visión limitada ha sido puesta en entredicho por la irrupción de plataformas tecnológicas como Uber, que representan una economía colaborativa más ágil, eficiente y alineada con las demandas reales de los usuarios actuales.
Un intento por equilibrar el terreno
El proyecto de ley “Transporte Remunerado No Colectivo de Personas y Plataformas Digitales” (expediente Nº 23.736), actualmente en discusión en la Asamblea Legislativa, no es perfecto, pero busca reconocer esta nueva realidad. La ley pretende ofrecer un marco regulatorio más equilibrado, reconociendo al transporte por plataformas como un servicio económico de interés general, sujeto a regulaciones mínimas, pero necesarias, para garantizar seguridad vial, protección de datos personales y competencia efectiva, libre y justa.
La resistencia que enfrentan estas plataformas por parte del sector tradicional de transporte quedó claramente expuesta durante una sesión reciente ante la Comisión de Gobierno y Administración. Allí, Representantes de Canatrans manifestaron preocupaciones válidas, como la necesidad de un régimen sancionatorio robusto y la protección del transporte público colectivo. Sin embargo, también expresaron temores que reflejan más una defensa de un modelo basado en la exclusividad y el amparo estatal, que una genuina preocupación por la competencia leal o el bienestar del usuario.
Este temor se evidencia cuando representantes del sector tradicional expresan que cualquier modificación legislativa podría afectar gravemente la “integralidad” del sistema de transporte público, sugiriendo que la competencia sería perjudicial. Pero, ¿es realmente así? Según un estudio de la Cámara de Comercio de Costa Rica, más del 75% de la población considera necesaria una regulación para estas plataformas, precisamente para superar la inseguridad jurídica que afecta tanto a usuarios como a conductores.
No se trata de proteger negocios, sino de responder a la realidad
Este proyecto de ley busca no solo legalizar una actividad que ya existe y cuenta con amplio respaldo, sino también asegurar igualdad de condiciones competitivas. La regulación propuesta es proporcional y razonable: busca garantizar seguridad, proteger derechos y fomentar un mercado más dinámico.
La resistencia política y sectorial a este cambio refleja una incapacidad para reconocer y adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos y económicos. Plataformas como Uber ya forman parte del ecosistema económico y social del país. Pretender ignorarlo o enfrentarlo con herramientas restrictivas no solo es inútil, sino contraproducente.
La regulación estatal debe reflejar la voluntad popular, expresada en el uso masivo de estas plataformas, garantizando seguridad jurídica y social, sin caer en la sobre regulación ni en la protección de sectores que resisten el cambio por interés propio.
Finalmente, la tarea del Estado es clara: ofrecer una regulación ágil, transparente y efectiva que permita la convivencia entre plataformas digitales y servicios tradicionales.
La verdadera función de la política pública no debe ser proteger negocios específicos, sino fomentar un entorno competitivo que beneficie a los consumidores y estimule la innovación. En este contexto, las plataformas digitales no son el problema; sino parte de la solución.
Es hora de avanzar hacia un modelo económico más dinámico y abierto, reconociendo y regulando adecuadamente las plataformas colaborativas como Uber, y dejando atrás prácticas que solo benefician a unos pocos en detrimento del interés general.
La innovación no espera, y los ciudadanos tampoco.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Un nuevo pacto educativo y fiscal para Costa Rica

RESUMEN
Blindar el gasto sin considerar la realidad fiscal pone en riesgo otras prioridades. La educación sostenible requiere flexibilidad, eficiencia y rendición de cuentas, no porcentajes inamovibles. Modernizar no es retroceder, es garantizar el futuro.
En Costa Rica, la educación pública goza de una protección constitucional excepcional: desde 2011, un grupo de legisladores irresponsables aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución, ordenando destinar al menos un 8 % del Producto Interno Bruto (PIB) a la educación. Reforma que, como he dicho en varios foros, nadie (en verdad, nadie) puede justificar técnicamente. Adicionalmente, el artículo 85 garantiza el financiamiento a las universidades estatales mediante un Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).
Hoy enfrentamos la tensión entre esos ideales constitucionales y la dura realidad fiscal. Las finanzas públicas están siempre bajo presión, con un endeudamiento que pasó del 12 % del PIB en 2008 a cerca del 69 % en 2021, y que se ha reducido —gracias a la disciplina fiscal del gobierno de turno— a menos de un 60 %. Los déficits persistentes obligaron a aplicar medidas de austeridad y una regla fiscal que limita el crecimiento del gasto.
En este panorama, ¿cómo sostener la promesa del 8 % del PIB para educación?
Los defensores de este porcentaje afirman que recortar la inversión educativa compromete el desarrollo a largo plazo y agrava las desigualdades. Costa Rica ha usado la educación para reducir la pobreza y mejorar la movilidad social. La academia advierte que reducir el gasto perjudicará a los niños más pobres. Organismos como la UNESCO abogan por aumentar la inversión para mitigar las pérdidas de aprendizaje y mejorar la infraestructura escolar. En resumen, el sector educativo sostiene que cumplir con el 8 % es crucial para una educación equitativa y de calidad, y que incumplirlo viola derechos fundamentales.
Por el contrario, quienes discrepan destacan la necesidad de realismo fiscal y eficiencia. Un mandato inflexible del 8 % no toma en cuenta cambios demográficos ni la realidad económica. Costa Rica tiene una baja natalidad y una población que envejece rápidamente; la matrícula podría estancarse o disminuir, mientras que necesidades como salud, pensiones y cuido de adultos mayores aumentan.
Ambos bandos coinciden en que la educación es una prioridad, pero discrepan en cómo y cuánto financiar. ¿Debe fijarse un porcentaje en la Constitución o aplicar un enfoque más flexible? La discusión también abarca la eficiencia del gasto educativo. Existe la percepción de que el sistema debe rendir cuentas. Hoy enfrenta retos cualitativos que requieren inversión focalizada: recuperar aprendizajes perdidos, modernizar metodologías, incorporar tecnología y fortalecer la formación técnica y vocacional. Costa Rica necesita más técnicos, ingenieros y profesionales en tecnologías de la información y turismo para impulsar el crecimiento.
Esta coyuntura plantea la necesidad de actualizar el marco constitucional. Hoy el contexto es distinto. Seguir con el esquema inflexible actual puede llevar a dos caminos indeseables: o el Gobierno incumple el mandato del 8 %, acumulando problemas legales y retrasos, o se ve obligado a recortar en otras áreas cruciales para cumplirlo.
Prueba de ello fue la reciente sentencia de la Sala Constitucional, que en enero de 2025 declaró inconstitucional el presupuesto por omitir el 8 %, señalando que tal omisión “constituye una violación” del artículo 78. Los magistrados advirtieron que esto “afecta directamente” el derecho a la educación y “pone en riesgo” la calidad y accesibilidad del sistema educativo, así como las oportunidades de desarrollo de generaciones presentes y futuras.
Este pronunciamiento unánime refuerza la importancia del tema, pero también evidencia el choque entre un texto constitucional rígido, el desconocimiento financiero y de la realidad educativa de los magistrados, y una escena fiscal apremiante.
¿Cómo resolver este impasse de forma responsable?
Propongo dos reformas constitucionales a los artículos 78 y 85 que concilien la prioridad educativa con la sostenibilidad fiscal. Lejos de ser un retroceso, serían una evolución del pacto social, adaptadas a las condiciones actuales para proteger tanto la educación como la estabilidad económica.
La reforma al artículo 78 mantendría la prioridad presupuestaria, pero sustituiría el umbral fijo del 8 % por una regla de crecimiento sostenido y realista. El nuevo texto diría que:
“El Estado garantizará una asignación presupuestaria prioritaria para la educación pública que nunca será menor, en términos porcentuales, a la del año anterior, procurando que el financiamiento sea proporcional a las capacidades fiscales y a las necesidades del sistema educativo, según lo determine la ley”.
Por su parte, la reforma al artículo 85 modernizaría el financiamiento de las universidades públicas. Actualmente, el FEES se incrementa casi automáticamente, sin espacio para ajustarse al desempeño o prioridades nacionales. El nuevo texto establece que:
“La asignación a universidades estatales se realizará conforme a las posibilidades fiscales y prioridades nacionales, con el objetivo de promover una educación superior pública de calidad. La distribución de recursos será eficiente y transparente, según lo establezca la ley”.
Esta redacción conserva el compromiso estatal con la universidad pública, pero introduce palabras clave antes ausentes: posibilidades fiscales, prioridades nacionales, eficiencia y transparencia.
En términos prácticos, significaría que el financiamiento universitario ya no estaría blindado sin importar la coyuntura económica. Por el contrario, tendría que adecuarse a lo que las finanzas públicas puedan sostener. También obligaría a las universidades a responder a necesidades nacionales: formar el talento requerido, mejorar calidad docente, regionalizar la oferta, impulsar investigación útil. Y sobre todo: gestionar con eficiencia y transparencia.
La reforma mantendría el financiamiento, pero atado a resultados y rendición de cuentas, algo que la sociedad exige desde hace años.
Actualmente, la Constitución prohíbe disminuir las rentas del FEES sin sustituirlas por otras equivalentes, otorgando a las universidades una protección financiera excepcional. La reforma mantendría la financiación, pero atada a resultados y escrutinio. Esto podría implicar, en la práctica, reformas legales posteriores para crear mecanismos de evaluación del desempeño universitario, de racionalización del gasto administrativo y de rendición de cuentas sobre el uso de fondos públicos en la educación superior.
Es de esperar que estas propuestas de reforma generen reacciones encontradas. El sector educativo público —universidades, sindicatos de docentes y de empleados universitarios, federaciones estudiantiles— seguramente manifestará preocupación e incluso rechazo frontal a cualquier cambio. En el imaginario de muchos educadores, tocar el artículo 78 es abrir la puerta a un desfinanciamiento crónico de la educación.
Sin embargo, es vital entender que reformar no es desmontar. Aquí el liderazgo político debe ser claro y firme. El objetivo no es rebajar la importancia de la educación, sino hacerla sostenible. Desde una perspectiva de responsabilidad intergeneracional, no podemos heredar un Estado quebrado ni hipotecar el futuro de nuestros hijos con deudas impagables. Pero tampoco podemos escatimar en su educación. Ambas responsabilidades deben equilibrarse.
Ajustar el porcentaje constitucional es reconocer que las condiciones de 2025 no son las de 2011 y que, por ende, la legislación debe ajustarse. A las nuevas generaciones les debemos educación y estabilidad: invertir en sus escuelas y también proteger las finanzas públicas que sostienen todo el sistema.
Con reglas más flexibles podríamos proteger el gasto educativo esencial y al mismo tiempo fomentar una cultura de evaluación y eficiencia. La asignación podría vincularse a metas claras: mejorar resultados académicos, aumentar cobertura en zonas vulnerables, cerrar brechas regionales, ofrecer carreras pertinentes. Esto no es viable con el esquema actual, que reduce el debate a un porcentaje fijo sin discutir la calidad del gasto.
Además, el Gobierno y la Asamblea tendrían más margen para responder a crisis emergentes. Si ocurre una nueva pandemia, desastre natural o recesión global, un mandato inflexible obligaría a sacrificar otras áreas. Con la nueva redacción, siempre se podría discutir cómo distribuir los esfuerzos sin violar la Constitución.
Conclusión: eficiencia fiscal con visión de futuro
Hay que decir las cosas como son: no podemos financiar el futuro educativo de nuestros hijos a costa de comprometer su futuro económico. La ruta de la eficiencia fiscal no está reñida con una educación pública robusta; al contrario, puede ser su salvación de largo plazo. Reformar los artículos 78 y 85 sería pasar del dogma al diseño inteligente de políticas públicas. Significa reconocer que las constituciones no deben ser camisas de fuerza, sino herramientas al servicio del bienestar.
Un Estado que ajusta responsablemente sus obligaciones sigue cumpliendo su deber con la educación, pero también se asegura de poder cumplirlo mañana, el año siguiente y dentro de diez años. La alternativa —persistir en la rigidez— ya nos está mostrando sus consecuencias: presupuestos declarados ilegales, gastos sociales rezagados y crecientes conflictos entre poderes de la República. Esa vía solo genera incertidumbre y desgasta la confianza en el mandato constitucional mismo.
En este llamado a la sensatez no estoy abogando por gastar menos en educación per se, sino por gastar mejor y de forma sostenible. Cada generación de costarricenses ha buscado legar a la siguiente un país mejor educado y más próspero. La nuestra no puede ser la excepción.
Honremos el espíritu de nuestros constituyentes —que quisieron proteger la educación— adaptando la letra a la realidad actual. Hagamos de la educación una prioridad incuestionable, pero también inteligentemente gestionada.
Si lo logramos, las escuelas y universidades seguirán formando a nuestras y a nuestros jóvenes con calidad, y al mismo tiempo habremos resguardado las finanzas públicas que sostienen todo el aparato social.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente la postura oficial de Primera Línea. Nuestro medio se caracteriza por ser independiente y valorar las diversas perspectivas, fomentando la pluralidad de ideas entre nuestros lectores.
Política
Cómo salir del ciclo empobrecedor

RESUMEN
Mientras se insiste en que reformar el Estado es un atentado contra los derechos, se ignora que mantenerlo como está es lo que más perjudica a los ciudadanos. La deuda no es solo un problema financiero, es el reflejo de un modelo que protege estructuras ineficientes a costa del bienestar colectivo. Discutir el tamaño, el rol y la forma del Estado no debería ser tabú, sino una exigencia democrática.
El aparato estatal costarricense opera como un motor descompuesto: impulsado por deuda, consumo ineficiente y un gasto excesivo que no se traduce en mejores servicios ni en bienestar para la población.
Durante décadas, hemos enfrentado un ciclo repetitivo que nos mantiene estancados: el dinero nunca alcanza, y las soluciones propuestas se limitan a aumentar o crear impuestos.
Cuando esta medida es rechazada por la mayor parte de la población, los políticos de turno recurren a endeudarnos aún más para sostener un sistema fallido.
Un modelo insostenible
El modelo actual del Estado costarricense se sostiene de la misma manera que lo hace quien vive, en forma irresponsable, de una tarjeta de crédito: gastando más de lo que gana y acumulando deudas que terminan asfixiando a la ciudadanía.
En lugar de optimizar y digitalizar procesos, despedir empleados, tercerizar servicios o reducir privilegios, el gobierno recurre a financiarse con deuda, lo que nos tiene literalmente ahogados. A medida que aumentan los intereses de esa deuda, los servicios básicos se deterioran, mientras los ciudadanos cargan con el peso de sostener una burocracia inflada.
A pesar de las promesas de los gobiernos, los nuevos préstamos e impuestos no resuelven los problemas estructurales que nos aquejan. El dinero se destina a cubrir salarios desproporcionados, beneficios desconectados del rendimiento y una burocracia que no rinde cuentas, dejando menos espacio para invertir en áreas críticas como salud, educación, seguridad e infraestructura.
El costo de no reformar
La crisis fiscal del año 2018 fue solo el punto más visible de un problema que lleva décadas gestándose. Y es que cada colapso fiscal ha sido respondido con la misma fórmula, siendo que la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas no fue la excepción. A pesar de que fue “vendida” a la población como una tabla de salvación, las instituciones rápidamente encontraron huecos legales para evadir los límites establecidos por la regla fiscal y la Ley de Empleo Público.
El resultado: el gasto sigue creciendo mientras los ciudadanos continúan pagando la factura y viendo cómo sus necesidades siguen insatisfechas a pesar de pagar más.
Proponer una reforma estatal es, para muchos, un tabú. Proponer que el Estado deje de gastar en lo innecesario, que optimice procesos, que aproveche los avances tecnológicos o que elimine puestos que no generan valor es considerado políticamente incorrecto.
Sin embargo, mantener un Estado sobredimensionado tiene un costo muy alto: los intereses de la deuda pública aumentan, los servicios se deterioran y la competitividad del país disminuye.
Mantener privilegios injustificados o evitar despidos necesarios no significa que “no perdemos”; al contrario, ese inmovilismo nos hunde más en el ciclo empobrecedor.
Además, los gremios que se benefician del sistema han perfeccionado el discurso del secuestro emocional, presentando a todos los empleados públicos como indispensables y excelentes, aunque las listas de espera en la Caja, los retrasos en el Poder Judicial y la ineficiencia general de los servicios públicos contradicen esa narrativa.
Esta estrategia busca paralizar cualquier intento de reforma, perpetuando un sistema que no funciona.
La reforma del Estado
La única manera de salir del ciclo empobrecedor es reformar el aparato estatal. Esto no significa desmantelarlo, sino optimizarlo. Si el Estado se concentra únicamente en funciones esenciales y reduce los abusos y la burocracia innecesaria, podría liberar recursos para mejorar los servicios que impactan directamente la calidad de vida de las personas.
Esto requiere una reingeniería institucional: digitalizar procesos, eliminar duplicidades, eliminar o reestructurar entes y ajustar las planillas a las necesidades reales.
Se puede incluso considerar crear centros de servicios compartidos para optimizar funciones como recursos humanos, contabilidad y proveeduría, entre otros.
En un proceso como ese, la valentía política será esencial, así como el apoyo ciudadano para exigir los cambios necesarios. Entre las medidas indispensables para llevarlo a cabo están:
- Reducción de la burocracia. Al reducir el tamaño de la planilla pública, los salarios podrían ajustarse. Si bien deben ser competitivos, también deben definirse con base en el aporte de cada quien al bienestar ciudadano.
- Focalización en objetivos claros. Definir cuáles servicios debe brindar el Estado, respondiendo preguntas como “¿por qué?” y “¿para qué?”. Esto requiere, entre otras cosas, unificar labores por ente y eliminar programas redundantes. Una vez definidos, todos los entes que no se dediquen a alguna de las actividades prioritarias deben ser cerrados, vendidos o reestructurados.
- Simplificación tributaria. Eliminar exoneraciones e impuestos injustificados. Además, bajar las tasas para combatir la evasión y elusión fiscal.
- Evaluación del desempeño. Implementar sistemas que midan el rendimiento de los empleados públicos, premiando el mérito en lugar de la antigüedad o el amiguismo.
Costa Rica no puede seguir sosteniendo un sistema que consume recursos sin resultados. Reformar el Estado es el primer paso para romper el ciclo empobrecedor y avanzar hacia un modelo que nos permita crecer y prosperar como sociedad.
La pregunta entonces es:
¿Seguiremos tolerando este sistema fallido o exigiremos el cambio que tanto necesitamos?
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