Opinión

Una Constituyente: ¿es la solución?

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Cada vez que se mencionan los múltiples privilegios que nos obligan a mantener para los empleados públicos y cada vez que los políticos se niegan a enfrentar las complicadas decisiones que debemos tomar para resolver nuestros problemas estructurales, aparecen los obsesionados con la Constituyente, quienes la venden como si fuera la panacea.

            Estudiando los motivos detrás de esa idea, más parece que sus proponentes no se han detenido a analizar que nuestros problemas persistirán mientras existan la falta de transparencia, la ausencia de rendición de cuentas y la impunidad. Tampoco han pensado que la mayoría de esos problemas no se deben a falencias de nuestra Constitución, sino más bien al incumplimiento de lo estipulado en ella para evitarlos.

            Una de las situaciones que supuestamente esta medida solucionaría son las pensiones de lujo para ciertos sectores de la sociedad; sin embargo, ese robo institucionalizado no se originó en una falla de nuestra Constitución, sino en las arbitrariedades de la clase política. En primer lugar, nunca se debieron permitir esos regímenes de privilegio, pues constitucionalmente sólo se contemplaba uno; y luego, ya creados, lo que correspondía era cerrarlos y evitar que pasaran décadas de crecimiento exponencial del problema. Mientras escribo este artículo, seguimos esperando al valiente que proponga el cierre de todos esos otros sistemas, como debe ser.

            Tampoco permite la Constitución los monopolios que tanto daño le hacen a la productividad, o que las instituciones gasten más de lo que reciben como ingresos. Dice que el Estado debe garantizar servicios, pero no que tiene que operar los centros educativos o de salud, por ejemplo. Sin embargo, a vista y paciencia de todos, se nos obliga a mantener todas las ineficiencias y el despilfarro que causan esas prácticas.

            Otro aspecto que señalan los proponentes de la constituyente, es la diferencia de salarios que existe entre empleados públicos que realizan tareas similares. Pero una vez más, eso no es un problema constitucional, sino una cuestión de leyes y regulaciones laborales cuyo único objetivo fue repartirse recursos públicos como bienes de difunto, por lo que requieren ser revisadas y actualizadas. No debemos olvidar que nuestra Constitución establece el principio de igualdad y no discrimina en función del empleo.

            Tampoco dice que en las instituciones públicas se deben mantener vagos, inútiles y corruptos por toda la eternidad. Sin embargo, las decisiones tomadas por gobiernos anteriores y la falta de transparencia en los procesos de contratación, así como la ausencia de evaluaciones relacionadas con el desempeño institucional, han contribuido a exacerbar problemas, a incrementar los gastos en burocracia y a causar la inoperancia, en prácticamente todas las instituciones públicas.

            En ningún lugar especifica nuestra carta magna que, ante un problema, se debe crear una nueva institución y que éstas se deben mantener por los siglos de los siglos sin importar si cumplen o no con sus objetivos originales. Sin embargo, la práctica de los políticos de turno es que, para comprar votos o pagar favores, cada vez que una institución no funciona, en lugar de cerrarla o al menos cuestionar su existencia, se inventan otra para que haga exactamente lo mismo que no hace la primera.

            Así es como llegamos al monstruoso archipiélago de 350 agencias de empleo caras e ineficientes; y las nombro así porque si no cumplen ningún objetivo de beneficio para la sociedad, lo único que hacen es mantener gente con empleo (que no es con trabajo), de manera totalmente injustificada. Las excusas para su inoperancia son múltiples: que la falta de coordinación, que necesitan mayor independencia, que tienen poco personal, que requieren más recursos y, últimamente, la infame regla fiscal; pero las constantes son la falta de responsables cuando se jalan tortas y la incapacidad de satisfacer las necesidades ciudadanas.

            Es evidente, entonces, que el cambio que necesitamos no radica en una nueva Constitución, sino en su efectiva implementación, y en el cumplimiento de las leyes existentes, pasando por la eliminación de algunas de ellas. Mejorar la gobernanza, optimizar y digitalizar procesos, fortalecer la transparencia y la rendición de cuentas, así como brindar una educación de calidad que fomente la responsabilidad ciudadana, son algunas de las medidas necesarias para abordar los desafíos que enfrentamos como sociedad.

            En lugar de embarcarnos en el largo y costoso proceso de una Asamblea Constituyente, debemos centrar nuestros esfuerzos en la postergada Reforma del Estado, cerrando y fusionando instituciones, sacándolo de todas las actividades que no debe hacer, despidiendo empleados públicos que no suman, reformando o derogando las leyes y reglamentos existentes que nos impiden avanzar o no se adaptan a nuestra realidad. La experiencia en otros países de la región demuestra que una Constituyente no es garantía de soluciones duraderas, sino más bien, un terreno fértil para la polarización y la inestabilidad política.

            Es hora de que nuestros líderes políticos asuman la responsabilidad de abordar los problemas estructurales que enfrentamos como sociedad. Como ciudadanos debemos exigirlo y dejar de permitir que intereses particulares y agendas políticas nos desvíen del verdadero camino hacia el progreso y la prosperidad.

Costa Rica tiene una Constitución sólida que ha demostrado su valía a lo largo de décadas, pero ahora es el momento de que nuestras leyes y regulaciones se adapten a los desafíos del siglo XXI. Y nosotros, como ciudadanos, debemos dejar de comer cuento y dirigir nuestras energías hacia lo que nos liberará de la maraña institucional, que nos tiene empantanados como sociedad.

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