Innovación y Emprendimiento
Regulación de las tecnologías emergentes
Las tecnologías disruptivas representan un cambio profundo y acelerado en la historia de la vida en nuestro planeta, un cambio que será cada vez más rápido y profundo.
Algunos ejemplos de esto son las tecnologías que permiten que los consumidores interactúen de nuevas maneras, rompiendo los esquemas de negocio tradicionales, con sistemas que se autoenseñan a aprender y reaprender; automóviles autónomos que se comunican entre sí y con la infraestructura de transporte y dispositivos inteligentes que responden y se anticipan a las necesidades de los consumidores, de manera individualizada; todos generando miles de millones de datos de todo tipo.
Casos recientes de empresas de Inteligencia Artificial Generativa como OpenAI y su herramienta ChatGPT, son solo la punta del iceberg, con una puesta a disposición del público de manera abierta, global y gratuita que constituye todo un experimento social de largo alcance, del cual aún no conocemos sus implicaciones totales.
Las mismas empresas de tecnología están enfrascadas en una carrera donde el ritmo de las innovaciones es cada vez más rápido, con productos, servicios e industrias completas que pueden escalar y crecer a niveles globales en solo cuestión de meses. Esto representa el reto de garantizar que este crecimiento se haga siempre dentro de parámetros mínimos de protección al usuario y a sus derechos fundamentales, sin que representen riesgos que impacten negativamente a nuestra sociedad.
El querer regular las tecnologías emergentes es algo tentador para los entes reguladores, legisladores y políticos en el mundo. El querer hacerlo rápidamente es un riesgo mayor que, paradójicamente, puede verse como algo políticamente atractivo. Claramente, las decisiones sobre tecnologías disruptivas que pueden poner en riesgo el control de nuestra sociedad no deberían delegarse únicamente a líderes tecnológicos que no han sido elegidos por nosotros, y tienen un interés particular sesgado, pero tampoco deben ser tomadas a la ligera sin tener mayor conocimiento sobre la temática y su complejidad.
El reto del legislador, ante temas tan técnicos, complejos, multidimensionales y nuevos, es garantizar el que se mantenga un balance entre promover la innovación, proteger a los consumidores, evitar más burocracia y sus costos asociados y, sobre todo, lograr tener algo funcional que agregue valor (no regular por regular). Esto requiere de un enfoque integral, analítico y práctico, que mantenga ese balance mencionado anteriormente, donde las discusiones deben ser serias, profundas y realizadas desde múltiples puntos de vista, no solamente técnicos o legales.
Una lección de historia
La historia de la regulación del automóvil ofrece una importante lección sobre los peligros potenciales de la sobrerregulación de nuevas tecnologías e industrias. Al intentar desarrollar vehículos automóviles a finales de 1800, los innovadores británicos fueron fuertemente restringidos por el Parlamento que originalmente abordó “los peligros planteados por las máquinas de vapor”. En particular, la Ley de locomotoras de 1861 requería que las “locomotoras”, definidas como vehículos propulsados mecánicamente, debían ser tripuladas por al menos dos personas y no debían exceder las 10 mph en las carreteras de peaje o 2 mph cuando pasaban por las ciudades. En 1865, el Parlamento ajustó aún más las reglas con una enmienda conocida como el Acta “Bandera Roja”: “Esta ley requería que los vehículos automotores fueran tripulados por al menos tres tripulantes, con una persona caminando al menos 60 yardas por delante del vehículo, con una bandera roja para advertir a los peatones y otros vehículos, incluidos los carruajes tirados por caballos, de la locomotora que se aproximaba”. El Acta fue derogada finalmente en 1896, pero en ese momento sus disposiciones habían sofocado efectivamente el desarrollo del transporte por carretera en las islas británicas.
En los Estados Unidos, varios Estados aprobaron leyes similares de “Bandera Roja” a finales del siglo XIX para proporcionar medidas de seguridad para los primeros automóviles. Pennsylvania contempló una de las leyes más infames de la bandera roja en 1896, que habría requerido que todos los automovilistas, al encontrar ganado, detuvieran inmediatamente, “apagar el automóvil lo más rápidamente posible” y “ocultarse detrás de arbustos cercanos hasta que el ganado se encontrara lo suficientemente calmado”. El gobernador de la época vetó el Acta.
Esta lección de historia ilustra muy claramente que la regulación promulgada en esa época tendía a reflejar la comprensión de las tecnologías de ayer en lugar de lo que estaba emergiendo en ese momento. Como país, debemos evitar hacer lo mismo con las tecnologías actuales y futuras, entendiendo que estas deben conceptualizarse como una oportunidad de restructuración y avance social y como una herramienta que debe contribuir, de manera muy relevante, a la disminución de la desigualdad en el acceso a las oportunidades.
Los Estados deben velar porque no haya ganadores y perdedores predefinidos como producto de la digitalización; en ese sentido, la regulación que se desarrolle alrededor de la tecnología debe ser una “regulación inteligente”, que no mate la innovación, teniendo muy claro qué derechos debemos preservar, cómo lo vamos a supervisar y de qué forma práctica aplicaremos la norma. No debemos pretender “regular todo”, sino más bien los usos de riesgo, entendiendo que la tecnología no es buena ni mala, sino que depende para qué se use.
Finalmente, el enfoque es fundamental en un país como Costa Rica, con recursos limitados y necesidades gigantes y crecientes, con un Estado disfuncional. La regulación de tecnologías emergentes puede resultar algo atractivo políticamente, pero específicamente para nuestro país, es clave que nuestro gobierno y nuestros legisladores entiendan e interioricen que, al otro extremo de las tecnologías digitales más vanguardistas, se encuentran quienes no tienen siquiera una conexión básica a Internet; personas de carne y hueso que, por edad, género, ubicación geográfica, condición social y económica o discapacidad, no tienen acceso al progreso tecnológico y no cuentan con las habilidades digitales mínimas para sobrevivir en una sociedad cada vez más tecnológica, donde la brecha solo crece.